Hay quienes afirman que la literatura no
es otra cosa que un sueño colectivo. En los libros, las fantasías individuales,
las imaginaciones más disparatadas, los delirios del enfermo y las pasiones soterradas
del humano, de las que todos somos presa, cobran forma de palabras. Quienquiera
que haya sido víctima de una buena historia se ha visto arrastrado en sus
páginas, muy a pesar suyo, por los más bellos lugares y los páramos más
desolados. El terremoto del pasado 19 de septiembre puede ser, como lo es para
mí, un cúmulo versiones, historias y narraciones.
No habré sido el único que, mientras veía
correr las ambulancias con su roja estridencia de sirenas, mientras observaba invadir
los convoyes militares las calles en las que nuestra vida suele discurrir cotidianamente,
pensó en escribir una crónica. Sin embargo: ¿qué tipo de historia es aquella
que vamos a escribir? ¿Será la historia heroica, grandilocuente, en la que
millones de jóvenes tomaron las calles para ayudar al prójimo, para rescatar a
algún herido entre la piedra, o será esa otra historia, la del ojo crítico y
rector, que acusa de desorganizada a nuestra sociedad? Ésta parece ser la controversia de los dos escritos que preceden al mío[1].
¿Cómo rendirnos cuentas de este trepidante pasado inmediato, haciéndole
justicia a las víctimas y sin perder objetividad, sin dejar de hacer crítica
social? Es derecho de todo hombre escribir su historia, pues su historia, más
que su ciudad, su casa, sus calles, sus deudos y sus amores, le pertenece.
Es verdad: hubo, y sigue habiendo,
psicosis colectiva. Es cierto que las aceras se vieron atestadas de gente, que
el pánico cundió; puede ser que, en algunos casos, el hambre de protagonismo primara
sobre la voluntad real de ayudar organizadamente. A la pregunta de si son estos
realmente defectos, da mucho mejor respuesta que la mía el texto “A
propósito del 19-S (El sentido común si vende)[2]”,
de Carlos Escobedo Suárez, en cuya argumentación, más lógica y organizada,
encuentro expuestas, parcialmente, mis opiniones, con la salvedad de que su
visión es un tanto menos desencantada de
la que yo tengo.
Ahora bien: ¿es la sociedad la responsable
de estos defectos? Puestos a hacer cuentas —vocación absurda de los nuevos
politólogos, sociólogos, economistas y todos los que se dedican en la
actualidad a las ciencias sociales— no sé qué desorganización, frenesí y necedad haya sido mayor, si la de los
jóvenes que, como yo, en un ademán ingenuo, propio de las peores tragicomedias,
propio de los más disparatados pasajes del realismo mágico, salimos a las
calles, ávidos de aventuras, sosteniendo por primera vez un mazo, recorriendo
la ciudad de norte a sur para llegar a nuestro hogar en la noche, tras no haber
logrado ayudar en lo más mínimo, o la de el ejército, cercando predios
derrumbados, prohibiendo la entrada a la población civil que, mal que mal,
antes de su aparición había ya removido escombros y rescatado víctimas.
No somos los héroes que pretendemos ser; para serlo, antes que ir a las aulas y tener bien entendida la lección de
álgebra lineal o emular los modelos de organización japonesa, es indispensable
recuperar la sensibilidad humana, esa vieja cualidad olvidada, que la
literatura, como el temblor, puede hacernos recobrar. Es necesario lavarnos de
tanta CDMX, de tantas películas de Hollywood, de tanta pornografía, de tanta
institucionalidad, de tantos anuncios; bañarnos de todos esos cruceros que te
llevan en mes y medio de Alaska a la Patagonia, con barra libre, casino y
alberca a bordo; cepillarnos de tanto desarrollo económico y recordar, como
ahora lo hicimos, el barro inicial del hombre. Aquello que empaña el sismo —la
desorganización, el protagonismo y el acondesamiento— es producto de la
dinámica social que el gobierno ha impuesto. La Condesa y la Roma, como las
conocemos actualmente, con sus pugs, sus gran danés, sus gimnasios, sus tenis
nike y sus edificios, son producto del proyecto de ciudad que Marcelo Ebrard y
Miguel Ángel Mancera —figuras amadísimas por mi buen amigo, Rodrigo Salas—
impusieron. Son las autoridades quienes dictan los usos de suelo, es Mancera
quien aparece corriendo en un gimnasio en su último spot del informe de
gobierno, fue la fila de granaderos la que, en Zapata y Petén, le impidió de
buenas a primeras el paso a la población, que, a mí me consta, antes de su
llegada removía escombros por sacar a una señora. Es también el ejército, con
su pésima capacitación en protección civil —cosa que me confesaron los soldados
el sábado pasado, mientras cumplía estúpidamente con mi deber ciudadano de
realizar el Servicio Militar Nacional—; son también, aunque por vía indirecta,
las series de Netflix —que ahora protagoniza Damián Alcázar—; son las redes
sociales a las que tanto elogiamos y de las que tanto nos quejamos; son, son y
son… Somos nosotros quienes nos compramos este estilo de vida, pero son también
ellos, quienes lo han impuesto. El temblor pasó y reaccionamos como pudimos.
Las falencias que tuvo nuestra respuesta resultan, en primer término, de
la inexperiencia, y, en segundo, del tipo de sociedad que nos han implantado.
Si yo, junto con toda mi generación, salí
a tomar las calles y las avenidas, dígase que desorganizadamente, dígase que
con más ahínco que capacidad de ayuda, con más entusiasmo que experiencia, fue
porque la ciudad, finalmente, sería plenamente mía, porque mis manos inexpertas
y burguesas, mis manos de millennial podían por vez primera servir para levantar
una piedra, remover un escombro, alcanzar una pala o una torta. Y las autoridades
—a nivel federal, CDMX y delegacional— volvieron a arrogarse el poder; un poder
que legalmente les corresponde, pero que, en mí experiencia, resultó inefectivo
y corrupto.
Lamento mucho ver a todos aquellos que, en
aras de hacer una crítica social —cosa que, por sí misma, siempre será
irreprochable—, defienden a ultranza la labor de un gobierno fallido, corrupto,
vejatorio y represivo, todos aquellos que pretenden mirar a fondo sin lograrlo,
que se quedan de este lado de la valla de granaderos, y que, muy a la gringa,
se sienten tranquilos al ver un montón de personas uniformadas de verde, because everything is all right, sin saber que los militares no están
preparados como rescatistas y que la labor de su famoso DN-III es más un
sistema de control poblacional que de ayuda verdadera. Y lo lamento porque, aunque su inteligencia
puede sobrepasar la mía con creces, su sensibilidad humana ha sido trastocada
por un enorme monstruo come hombres, que algunos teóricos, más académicos y
esquemáticos que yo, han denominado aparatos ideológicos del estado.
Para quienes, como yo, estudiamos la
literatura, sabemos que todas las palabras tienen un peso y que nada en la expresión
oral o escrita es gratuito. Y mi Rodrigo Salas se traiciona, porque, al
intitular su nota “El sentido común no vende”, refleja inconscientemente la
postura de la que tanto se queja, una postura política en el que las ideas se
venden, con la mismas técnicas engañosas que utiliza la publicidad: hacer un
metrobús de dos pisos en Reforma, hacer un corredor comercial en Avenida
Chapultepec. Es esta misma dinámica la que hizo que Televisa, en búsqueda de
escenarios, transmitiera por doce horas un rescate falaz. Y nuestro querido
Peña Nieto, víctima también del sistema que los suyos han impuesto, se presentó
en la escuela, todo listo para un icónico rescate, lágrimas, cámara lenta, la
película dentro de un año, Diego Luna de bombero, una tarde en la Cineteca y
luego de vuelta a casa con mi novia.
El llamado está hecho, lo hizo la tierra
misma. Un llamado para que regrese eso que se nos ha ido colando de entre los
dedos; un llamado para que regrese eso que la literatura recrea, un llamado
para que, ante la contingencia o ante la rutina, nuestra sociedad cambie, no en
la dirección en la que nos han hecho creer, la del progreso democrático y
elecciones limpias, ni tampoco en el falso sentido de heroísmo-condesa, que,
una vez más, lucha por imponerse; se trata de un llamado más profundo: que la
política y la sociedad se resquebrajen para que volvamos a ser hombres y
escribamos nuestra historia, ojalá que literaria y no política ni
comercialmente. La historia es nuestra, un libro abierto. Escribámoslo
nosotros.
Eugenio Ang
Notas:
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