jueves, 20 de septiembre de 2018

El mito del 68 y sus posibles resoluciones


La noche de Tlatelolco

Para mí y para muchos otros jóvenes, la masacre de Tlatelolco no es simplemente un hecho histórico o una anécdota del pasado, sino que se trata del símbolo de una época, de una lucha y, simultáneamente, de una guía moral y política. Cuando la gente habla del 2 de octubre, pienso inmediatamente en Elena Poniatowska y, más específicamente, en La noche de Tlatelolco. Elena y su libro poseen significados múltiples: en primera instancia, representan la lucha por los derechos y la democratización del país, el enojo —justificado— contra el PRI y los deseos de libertad; son, además, mis primeras lecturas, la puerta al mundo intelectual, las discusiones políticas con mis compañeros —camaradas— de la preparatoria. Veo en Elena —¿por qué no decirlo?— los últimos rastros de un México que se ha ido y que, aun sin haberlo vivido, añoro. Es el México que leí en José Emilio Pacheco, la ciudad de Carlos, de Mariana y de “La fiesta brava”. Mis primeros referentes literarios son ellos: Pacheco, Elena, José Revueltas, Carlos Monsiváis y Sergio Pitol. Estos escritores, de un modo u otro, hablaron del 68, participaron en él. La ciudad que vivieron queda consignada en sus páginas y no coincide con la que recorro, atestada de edificios, ecobicis y celulares. Así, cuando pienso en la trifulca de la Ciudadela y en el bazucazo a San Ildefonso, recuerdo mis visitas al Péndulo, las marchas por Ayotzinapa, las idas al Fondo de Cultura Económica, los paros estudiantiles, las caminatas para conocer las viejas librerías de Donceles, los cafés entre Aura y Galeano y los alteros de Proceso, La Jornada y Letras Libres, publicaciones que por entonces compraba compulsivamente para entender la política nacional. Leer y hacer política eran una misma cosa: dialogar con mi pasado y con mi presente. En los libros encontraba un camino para el quehacer estudiantil. A su vez, pretendía emular la vida de los escritores a los que admiraba. El movimiento estudiantil del 68 era un proceso que tenía que comprender, un universo de valores y principios que debía defender, un pasado por el que inevitablemente sentía nostalgia y, sobre todo, un puñado de libros que moría por escribir.
            Se cumplen cincuenta años del movimiento estudiantil del 68 y como los mexicas tenían razón y el tiempo es cíclico (pregúntele al sismógrafo quien no me crea), el lunes 3 de septiembre hubo un terrible ataque a los jóvenes del CCH Azcapotzalco. En consecuencia, la Unam estuvo en paro toda una semana (algunas facultades llevan ya tres), el miércoles 5 marcharon más de treinta mil estudiantes y el viernes 7 hubo una anárquica y violenta asamblea interuniversitaria en la que los estudiantes pretendíamos elaborar un pliego petitorio y un plan de acción. Las acciones políticas, aunque desordenadamente, han continuado. Quien me hubiese buscado en estos días me habría hallado redactando comunicados, participando efusivamente en las juntas, discutiendo con mi madre y, por las noches, leyendo a Octavio Paz. Decidí hacer este pequeño escrito para dilucidar cuál es, a la luz de la lucha cuyo sangriento aniversario conmemoramos y, sobre todo, tomando como base Posdata, interesante texto de Paz, el sentido de la lucha estudiantil ahora.

Acerca de Posdata

La semana pasada, ya lo dije, leí a Octavio Paz. Tras años de odiarlo silenciosamente y de tacharlo de reaccionario y anticomunista, me compré un libro suyo compuesto por tres textos: El laberinto de la soledad, Posdata y “Vuelta a El laberinto de la soledad”. El segundo de ellos, es decir, Posdata, es un sagaz y minucioso análisis de las causas visibles y ocultas del movimiento estudiantil del 68, una inquisición histórica, poética, mítica, sociológica y psicológica para comprender su verdadero significado. No deja de extrañarme el hecho de que el libro haya llegado a mí en este momento, justamente cuando nace una coyuntura política y estudiantil. Es posible que, como Paz mismo sugiere, los tiempos míticos y poéticos tengan su propio minutero. Procederé, sin más exordios, a hacer un resumen de las disquisiciones de Posdata, pues de sus conclusiones, del significado y del valor que el Nobel mexicano da al 68, intentaré señalar un derrotero —no una agenda ni un plan de acción específico— para las luchas sociales de nuestra época.


Octavio Paz no es un académico: ni historiador ni sociólogo. Es un poeta. Un poeta extraordinario. De allí que sus ensayos no tengan ni rigor ni método academicista. Así, El laberinto de la soledad y Posdata son, como él reconoce, “un ejercicio de la imaginación crítica: una visión y, simultáneamente, una revisión”[1]. Hago esta breve aclaración porque mis presumibles lectores —mis amigos universitarios— suelen subir las cejas cuando uno habla de Paz. Ya sea como herederos de la repulsión al monopolio cultural que fue en su momento Vuelta, como lectores asiduos de Bolaño o como historiadores, filólogos y académicos en ciernes, hijos del formato APA, del estructuralismo o de la escuela de los annales, pero mis coetáneos no ven con buenos ojos leer a Octavio. Mucho peor es citarlo. Desde mi perspectiva —limitada, dado que, hasta el momento, es este el único libro que de él he leído—, a Paz casi nunca lo traiciona su “imaginación crítica”. Puede corregírsele algún dato, pueden hacerse matices en sus interpretaciones históricas y, claro, habrá quienes disientan rotundamente de sus conclusiones; empero, son pocos los que tienen una visión tan amplia y profunda como él.
            Los primeros dos capítulos de Posdata se titulan “Olimpiada y Tlatelolco” y “El desarrollo y otros espejismos”; en ellos, Paz analiza las circunstancias sociopolíticas e ideológicas que rodean y provocan el movimiento del 68, lo que quiere decir que hace un recuento histórico que inicia con la Revolución Mexicana y que culmina con la matanza. En el tercer capítulo, “Crítica de la pirámide”, indaga sobre las causas del 2 de octubre en los rasgos más íntimos, arraigados y soterrados que tiene nuestra sociedad: las reminiscencias o, por usar un sustantivo menos platónico y más estructuralista, el sustrato mexica que nos habita. A continuación haré una breve exposición de la tesis de estos capítulos.
            Para Paz, el 68 es evidencia de la terrible contradicción a la que condujo la Revolución Mexicana. Plutarco Elías Calles, nos dice, reunió a los distintos caudillos de su época y supo conciliar entre ellos. Tras el itinerario de sangre y traiciones con que concluyó nuestra Revolución, tras una lucha armada de más de diez años, Calles fundó el PNR y detuvo con suma sagacidad política una cadena de asesinatos que hubiera podido continuar indefinidamente. Después, Lázaro Cárdenas agrupó a las fuerzas campesinas, obreras y militares; formó, con ello, una base social a la que no traicionaría, y transformó el antiguo partido en el PMR. Posteriormente, Miguel Alemán hizo todo lo que estaba a su alcance para que el país se industrializara y se desarrollara económicamente. En este momento se configuró el México moderno. Fue precisamente esta modernidad la que el mundo entero reconoció y la que Díaz Ordaz pretendía celebrar cuando fuimos seleccionados anfitriones para los Juegos Olímpicos de 1968.
            El problema estriba en que durante estos años, que van, más o menos, de 1924 a 1952, se originaron los grandes vicios del México moderno. Del poder unificador de Calles nace nuestra idolatría por la investidura presidencial y por el PRI. De Cárdenas heredamos los sindicatos charros, en razón de que durante su sexenio se consolidaron las alianzas entre distintos grupos sociales y el partido oficial. A Alemán le debemos la inversión extranjera que, si bien contribuyó al desarrollo, también lo hizo al imperialismo, a la dependencia económica y a la disparidad en la población. No pretendo ahondar en la caracterización que Paz hace de estos procesos. Baste decir que al cúmulo de problemas referido se añadieron otros lastres: con la Revolución nació una clase media que, pese a no estar  económica ni socialmente mal posicionada, no tenía un verdadero lugar en el país. De esta clase media eran los estudiantes que se manifestaron en el 68, pues deseaban, a grandes rasgos, democratizar al país (o, en su defecto, al PRI), tener mayor incidencia en la vida política, acabar con la disparidad económica y, de paso, cambiar algunos de los preceptos morales que la época y la clase les imponían. El 68 es producto de la Revolución y de su desarrollo, de la nueva clase media, del poder político que había logrado construir tantas cosas en el país, de la burocracia totalitaria del partido (similar a la de los países socialistas de Europa oriental) y de las muchas otras enfermedades que el sistema había engendrado.
            En un ámbito menos inmediato (“Crítica de la pirámide”), Paz no tiene reparos al hacer una sutil lectura mítica y antropológica de los hechos. La pregunta que anima El laberinto de la soledad es esta: ¿cuál es el origen profundo del comportamiento del mexicano? La misma respuesta, mas referida exclusivamente al 68, es la que intenta hallar en Posdata. Busca “un complejo de actitudes y estructuras insconscientes que, lejos de ser supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra cultura contemporánea”[2].
            Las correspondencias entre el mundo antiguo y el nuestro, señala Paz, son notables. Por un lado, el peso que tiene la figura presidencial, incuestionable, sagrada, digna de cualquier elogio y lambisconería, se la debemos, principal, aunque no exclusivamente, al tlatoani. En él, como en Díaz Ordaz y los mandatarios posrevolucionarios, se centralizaban los poderes del estado. El imperio, al ser teocrático, atribuía a sus gobernantes un poder divino.
El culto solar a Huitzilopochtli exigía sacrificios y guerras para que el mundo se renovara y para que el sol siguiera su marcha. Dicha creencia, parte nuclear de la cosmogonía mexica, además de explicar el universo en términos religiosos, justificaba el dominio político, económico y militar del imperio azteca. De allí que esta etapa del mundo precortesiano, posterior al florecimiento de otras grandes culturas más armónicas y pacíficas —como la teotihuacana—, funcionara tan bien: todos los elementos mexicas se integraban orgánicamente.  Esta estructura de dominación imperial, de violenta renovación sagrada, de sacrificio ritual, de culto solar, de pleitesía, de centralismo, se manifiesta simbólica, metafóricamente, en la estructura de la pirámide —basamento piramidal—, lugar donde antiguamente se realizaban los ritos y las inmolaciones. A su vez, la estructura piramidal tiene su correspondencia topográfica en la orografía mexicana, cuya explanada más alta es, precisamente, la meseta central del país, y cuyo corazón es el Valle de Anáhuac, Tenochtitlán. Desde esta perspectiva, la noche de Tlatelolco fue una matanza ritual, un sacrificio que evidenciaba la petrificación del PRI, que renovaba a la sociedad, en la que los hechos y los símbolos se aliaron, en la que las estructuras del gobierno actual rimaron con las de los aztecas. También fue significativo el emplazamiento: Tlatelolco, pueblo aliado de Tenochtitlán; la Plaza de las Tres Culturas, donde converge el México moderno, la Nueva España y el mundo prehispánico. Nuestra “historia invisible” renace y nos aplasta.
Habrá a quienes cualquier tipo de misticismo y esoterismo les parezca charlatanería. Les responderé con la siguiente cita: “Todas las historias de todos los pueblos son simbólicas; quiero decir: la historia y sus acontecimientos y protagonistas aluden a otra historia oculta, son la manifestación visible de una realidad escondida […] esa tarde [la del 2 de octubre] la historia visible desplegó, a la manera de un códice precolombino, nuestra otra historia, la invisible”[3].


El movimiento político en nuestros días

Las primeras observaciones que tengo del movimiento estudiantil son prácticas y cualquiera que haya participado en él habrá llegado a ellas. En la Unam, las asambleas se han convertido en el único modelo de organización. Se trata a todas luces de un error: las sesiones son interminables (la interuniversitaria pasada duró casi un día entero), hay grupos que toman el control de las mesas o que asisten en masa a las sesiones para imponer su postura y nadie puede verdaderamente externar con amplitud su opinión. He asistido a reuniones donde los concurrentes llegamos al jocoso absurdo de votar si queremos votar si queremos votar (ad nauseam) si queremos cambiar la sesión de sede para resguardarnos de la lluvia. Es nuestro deber hacer del estudiantado un verdadero actor político como lo son los partidos, la Iglesia, los empresarios y los sindicatos. Para cumplir tal propósito, acaso sea necesario establecer un sistema permanente de representación estudiantil o tal vez formar una suerte de partido. Desconozco la mejor solución, pero es perentorio organizarnos adecuadamente. Las demandas del país así nos lo exigen.
            A lo anterior pueden añadirse algunos problemas de la misma índole. Someramente, podemos decir que hace falta encontrar un frente único y establecer algunas pocas demandas claras. Debemos comprender que nos enfrentamos (el verbo me parece adecuado) a políticos profesionales, de tal suerte que para conseguir nuestros fines debemos oponernos a ellos con astucia. Es indispensable que renunciemos (como en el ejército o en una empresa) a nuestros fines particulares para lograr un objetivo común. No obstante, sostengo que el gran dilema de los movimientos estudiantiles en nuestra era y, en realidad, de la sociedad en su conjunto, es de carácter moral. Escribo, pues, siguiendo las huellas de Paz porque me parece que él, pese a todos sus defectos, fue a quien más le interesó este tema: el vacío filosófico y las contradicciones que hubo en el seno del movimiento del 68.
            El movimiento del 68 expresó la gran contradicción del México moderno. Con los Juegos Olímpicos celebrábamos nuestro crecimiento económico y demográfico; los jóvenes se manifestaban en contra de tal festejo. No obstante, la lucha no buscaba crear otra modernidad ni se oponía tajantemente a sus principios, aunque algunos de sus líderes fueran de la extrema izquierda. Se trataba solamente de ventilar las instituciones, de democratizar, de permitir que los universitarios participaran más en el quehacer político y de que la moral cambiara ligeramente de rumbo, esto es, principalmente, que hubiera más libertad sexual. Los estudiantes eran la voz de la gente.

El sentido profundo de la protesta juvenil —sin ignorar ni sus razones ni sus objetivos inmediatos y circunstanciales— consiste en haber opuesto al fantasma implacable del futuro la realidad espontánea del ahora. La irrupción del ahora significa la aparición, en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: placer.  Cuando digo placer no pienso en la elaboración de un nuevo hedonismo ni el regreso a la antigua sabiduría sensual —aunque lo primero no sea desdeñable y lo segundo sea deseable— sino en la revelación de esa mitad oscura del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor.[4]

No sé hasta qué punto las afirmaciones de Paz sean justas o si corresponden más bien a una lectura personal. Me inclino más por lo segundo. No obstante, sí sé que la clase media en la que nací, heredera ideológica e hija consanguínea de los estudiantes del 68, vive en una nación más democrática y, efectivamente, nuestras relaciones amorosas no están maniatadas ya por una moral conservadora, burguesa y católica. El placer, la fiesta, el arte, la música y la sexualidad son parte, con relativa libertad, de la vida de todo adolescente clasemediero “ilustrado”. Los medios de comunicación, aunque parcialmente, pueden expresar abiertamente sus críticas al régimen. La vida democrática, mal que mal, ha rendido sus frutos, y en las elecciones pasadas triunfó la disidencia. Vuelvo al origen: cuando salimos a marchar por la seguridad, evocamos lo que nuestros padres y abuelos hicieron hace cincuenta años.
Lamentablemente, la modernidad siguió su curso: la apertura económica se convirtió en neoliberalismo, lo cual significó sujeción total a la economía, sin importar las consecuencias. El desarrollo continuó su paso: hubo maquiladoras, se destruyó el campo, las ciudades se sobrepoblaron y, en la actualidad, se gentrifican con velocidad, desplazando así a millones de habitantes a la periferia. Inclusive en el terreno de las libertades y los placeres hemos naufragado: mis coetáneos vivimos drogados, somos adictos al sexo o a la pornografía, crecimos con todo —casa, televisión, computadora, dulces, libros, vacaciones…—, estamos deprimidos y no nos concentramos. Los poetas son unos suicidas y los ingenieros, superficiales. No pretendo darme golpes de pecho puritanos ante la supuesta inmoralidad de nuestros tiempos, como tampoco he de juzgar la lucha y las ideas que animaron a las generaciones que me anteceden. Creo que para lograr un porvenir más seguro y, ¿por qué no?, más feliz, hemos de hacer un profundo examen de conciencia. ¿Los valores por los que peleamos son realmente deseables? Nosotros somos hijos de la sociedad que los del 68 construyeron. De su lucha nacen nuestros derechos y nuestra voluntad combativa; de su ceguera y falta de autoctrítica, los vicios sociales y los defectos que me impulsan a escribir estas páginas.
Sabemos que es indispensable luchar por la seguridad, que dejen de violarse tantas mujeres, que deje de haber tantos muertos y que dejen de golpear estudiantes en las universidades. Entendemos, por tanto, que es necesario que las autoridades dejen de reprimir a la población. Hemos leído que en gran medida la raigambre de la violencia moderna, sobre todo la asociada con el narcotráfico, está en el neoliberalismo y en las tremendas desigualdades socioeconómicas que produce. Deseamos que haya igualdad de género. Pero, ¿cuál es, en un sentido total, existencial, poético y filosófico, nuestro objetivo? En la «historia invisible» que atisba Paz, la de los mitos, los mexicas, las metáforas y los ritos, ¿qué buscamos? Me parece que la generación que nos antecede no se hizo estas preguntas o, si se las hizo, no las respondió con exactitud. Me parece nobilísimo hallar en mi facultad jóvenes trotskistas o leninistas, que creen haber hallado en las ideas de los teóricos socialistas el sentido de la historia y, con él, el de su vida.
Evidentemente yo no tengo las contestaciones definitivas. Hay algo en mí que no encaja por completo con mi generación. Un desajuste en las fiestas, un hueco en el estómago en las asambleas, un dolor sutil ante Derrida y el MUAC. Mi desasosiego está vinculado definitivamente con la violencia, con el PRI, con la falta de oportunidades de trabajo. Para resolver la ecuación, para salvar la innombrable distancia que hay entre mis anhelos y el mundo, y para revertir el terrible desastre ecológico que nos augura un porvenir a la Mad Max, es indispensable no solo combatir, sino hacernos los cuestionamientos esenciales. Para ello, más que Maluma y Four Loko, más que siestas de Prozac, más que twerking y Black Mirror, necesitamos reflexión profunda, disciplina, tradición, historia y poesía. Más que academicismo y narratología, requerimos Paz, Henríquez Ureña, Reyes, Sánchez Vázquez y Garro, y Sor Juana. El lugar es común: volvamos a los clásicos Hay principios fundamentales (no conservadores, sino posmodernos) de los que estamos partiendo que, asevero, están completamente equivocados. Nuestra cultura efectivamente está cambiando: la forma en que nacemos, morimos y amamos. Detesto, en su mayoría, la dirección de tales mutaciones, la nuevas máscara de nuestra sociedad.
“Ser uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser”[5]. ¿Quiénes somos entonces? Sé muy poco de economía; mis sentidos me dictan que el mercado y sus leyes han polarizado la riqueza, provocan un daño terrible en el medio ambiente y nos han hecho adictos al consumo. La corrupción no es causa de estos males, es un agravante, un catalizador. Tenemos entonces que seguir, de nuestra forma, el itinerario de Paz: revisar nuestro contexto inmediato, las nuevas políticas, el mundo globalizado y la tecnología. A la par, es necesario hacer una lectura cabal, aguda, mística, de nuestro carácter.
Descubrámonos en el espejo de la historia, de la piedad, del mito y de las tradiciones. Las uñas contemporáneas no son capaces de rascar nuestras ansias poéticas, políticas y eróticas. Hagamos un examen de conciencia, a la luz del 68, de sus intelectuales, de los grandes pensadores y de nuestros sentimientos más profundos, y de la modernidad, con sus tecnicismos y sus complejos sistemas, para construir, con fuerza, bondad y urgencia, una lucha estudiantil coherente y sólida, y, a largo plazo, un porvenir más feliz, justo y pacífico.



Eugenio Sejó



[1] Octavio Paz 2015. El laberinto de la soledad, Posdata y Vuelta a El laberinto de la soledad, FCE, México, p. 235.
[2] Idem, p. 289.
[3] Idem, p. 291-292.
[4] Idem, p. 244.
[5] Idem, p. 188.

jueves, 22 de marzo de 2018

Abogado del diablo: de Vargas Llosa y la libertad de prensa

A poco más de dos días de los hechos, presumo que ya será bien conocida por todos la escandalosa declaración que hizo Mario Vargas Llosa, en una entrevista con Carmen Aristegui: “Y el que haya 100 periodistas asesinados yo creo que es en gran parte por culpa de la libertad de prensa”: estas fueron las polémicas palabras del escritor peruano. De lo sucedido me enteré ayer por la noche, cuando platicaba con un amigo al salir de la Facultad; me contó lo que había oído, indignado por la insensibilidad y estupidez de Marito. Por un lado, me pareció perfectamente predecible que Vargas Llosa, con la clarividencia política y franca brillantez de la que ha hecho gala en los últimos años, dijese una tontería de tal magnitud; por otro, no dejó de extrañarme que, siendo un acérrimo defensor del liberalismo (con su Adam Smith y Karl Popper), la democracia (con las consecuentes acusaciones dogmáticas a Chávez, Andrés Manuel, Fidel, Raúl…) y la libertad de prensa, se aventurara a manifestarse tan en contra de todo aquello que ha defendido a ultranza desde siempre. Ante la duda, hice lo procedente: ver la entrevista completa. Pretendía escribir en contra de Mario, y para ello era necesario no quedarme exclusivamente con los comentarios, fotografías, memes, caricaturas, tweets y estados que a esas horas colmaban mi muro, reverberando con rabia, sarcasmo e ironía. El objetivo de este artículo no es (en lo absoluto) defender al ganador del Nobel de literatura en 2010, por quien no siento, desde La tía Julia y el escribidor (publicada en 1977), la más mínima admiración literaria, y con quien no comulgo desde principios de los setentas (y eso que yo nací en 1997), cuando renunció al comité de Casa de las Américas y se divorció definitivamente, y, creo yo, para mal, de La Habana. Empero, la situación me sirve de pretexto para tocar un tema que, pese a ser viejo y conocido, sigue siendo preocupante: no está generalizada, o cuando menos no circula en las redes sociales, la crítica inteligente, reflexiva y, sobre todo, profunda.
            En un inicio, Mario Vargas Llosa, junto con Julio Cortázar, García Márquez y casi todo el boom, fue defensor de la Revolución cubana. Pese a que jamás tomó un fusil, agarró decididamente la pluma, que en los escritores es el equivalente: se integró al comité de Casa de las Américas, viajó numerosas ocasiones a Cuba e inclusive llegó a mediar entre Carlos Fuentes y Ambrosio Fornet, un guionista cubano que criticó fuertemente al escritor mexicano. En el conflicto, además de Ambrosio, estuvo involucrado Roberto Fernández Retamar: ambos eran intelectuales que formaban parte del aparato cultural cubano. Letras Libres publicó en su número 207 una recopilación de cartas de Vargas Llosa intitulada “El camino hacia la ruptura”. En ella me enteré de la polémica antes mencionada, pero en realidad el breve epistolario da cuenta de un fenómeno mucho más complejo e interesante: el cambio ideológico que sufrió el escribidor peruano, su lento e inexorable desencanto por la Revolución, su transitar del socialismo crítico al liberalismo abierto e impúdico, su cambio de hemisferio, de izquierda a derecha, de sensanto e inteligente a ingenuo (el adjetivo es demasiado benevolente). Destaca entre las causas de esta terrible mutación el encarcelamiento de Heberto Padilla, un poeta cubano a quien apresaron (creo que injustamene) por "oponerse" al régimen. Para Vargas Llosa, la censura y la imposición del quehacer cultural en Cuba resultaron imperdonables.
            Durante la primera parte de su charla con Carmen Aristegui, Mario mencionó el caso Padilla. Lo hizo al hablar de El llamado de la tribu, su último libro, que es un conjunto de reflexiones en torno a los filósofos y pensadores que lo condujeron a alejarse definitivamente del socialismo para convertirlo en un acérrimo guardián del status quo. En la entrevista comenta que “la falta total de libertad de expresión” y “los grandes abusos a los derechos humanos que se cometían a nombre del socialismo” fueron motivos importantes del desencuentro entre Castro y él. ¿Cómo explicar entonces que quien se afirma rotundamente como un defesor de la prensa y la libre expresión pase de un momento a otro a identificarla como el origen de los asesinatos de los reporteros? La respuesta es simple y puede ofrecerse en numerosos casos similares: sus palabras fueron, muy a pesar de Jenaro Villamil (quien afirmó lo contrario), descontextualizadas.
            Aristegui le pidió a Vargas Llosa que comentara cómo veía a México en comparación con 1990, cuando lo describió como “la dictadura perfeca”. La respuesta del peruanito ni es secreta ni era impredecible: consideró que, aunque la democracia nacional siga siendo falible, en la actualidad no sabemos por adelantado quién ganará las elecciones presidenciales, y dedujo de ello que, aunque perfectible, en México tenemos una democracia funcional. También opinó que, pese al narcotráfico y la violencia, nuestro país tiene muchísima más libertad de prensa ahora que entonces. Carmen (que es una mujer inteligente y no le tiene miedo al debate) objetó que en un país en el que hay cien periodistas asesinados no se puede hablar de libertad de prensa. Aunque la declaración de Mario fue enormemente desafortunada y pueda rebatirse (deba debatirse) su apego a la verdad, lo que dijo, dentro de su línea argumentativa, tiene sentido: en un país en el que la disidencia está permitida, en el que el estado no reprime oficialmente a los periodistas, estos pueden investigar temas polémicos y peligrosos; de alguna forma extraña y retorcida, para que los crímenes en contra de los reporteros pudieran perpetrarse, ellos tuvieron que estar posiblilitados de investigar temas que los pusieran en riesgo.
            Obviamente, la elección verbal de Vargas Llosa fue muy infortunada. A esto se le añade que su postura política y moral se aleja enormemente de la izquierda (y de la razón) y tiende cada vez más a la que presumiblemente puede tener el director del FMI, el CEO de Ford, Angela Merkel u otros personajes de igual calaña. Comprendo que la población (y sobre todo los periodistas), en el contexto de nuestro país, en el que las autoridades parecen no tener voluntad ni capacidad de hacer justicia (la impunidad abunda) y tras dos sexenios tan violentos como los pasados, denuncie cualquier expresión que no sea de total comprensión, apoyo e indignación compartida con las víctimas de la violencia. No obstante, creo que quienes conocemos la postura de Mario Vargas Llosa y quienes escuchamos completa su entrevista con Aristegui tenemos claro que entre sus muchos defectos no está el de ser un censurador, pues defiende, abierta y vehementemente, la libertad de prensa. En la misma plática criticó fuertemente el mandato de Enrique Peña Nieto y, con repecto a los periodistas, declaró que “el narcotráfico juega un papel absolutamente central y por eso habría que llegar a la raíz de los problemas que en muchos casos están en el narcotráfico y en unos cárteles poderosísimos de los que emana una violencia que tiene consecuencias política atroces” (sic). El debate estriba en que Vargas Llosa cree que hay más democracia y más libertad de prensa, mientras que Aristegui, no necesariamente; y en lo que ella tiene por una prueba a favor de su punto, él, para rebatirla, introduce un matiz en sentido opuesto.
            En realidad, a mí el honor y prestigio de Vargas Llosa me traen sin cuidado. Comparto con cualquier persona pensante la indignación por la situación actual del país; en particular, hago propia (aunque no puedo sentirla como ellos) la pesadumbre, el temor y la rabia ante la peligrosa realidad, descarnada y sangrienta, a la que se enfrentan nuestros periodistas. Sin embago, sostengo a la par que si pretendemos cambiar a México necesitamos ser sumamente inteligentes. La crítica, en lugar del conjunto de reacciones rápidas, viscerales e incendiarias, que favorecen las redes sociales, debe ser minuciosa, lógica, sagaz y reflexiva. Creo que en este caso, muchos de los que alzaron la voz contra Mario, comulgan, en cuanto a periodismo se refiere, con su postura. Más que una declaración indignante, creo  sinceramente que se trata de un comentario mal formulado, que los medios de comunicación y las redes han elevado desproporcionadamente.
            Hace algunas semanas, Andrés Manuel López Obrador hizo unas declaraciones en las que propuso vagamente una posible amnistía con algunos sectores del narcotráfico. Ese tema también es extremadamente sensible, porque miles de personas han muerto en la guerra contra el narco. Andrés Manuel, que no se caracteriza por su excelencia expresiva, no hizo en un primer momento los matices de una propuesta que, bien evaluada, dista mucho de ser absurda. Los otros partidos políticos y cuantiosos medios de comunicación aprovecharon y distorsionaron sus palabras (asquerosamente) para atacar al candidato morenista (con el cual, irónicamente, tampoco comulgo).
            Son estos dos ejemplos similares. Estoy en contra de la prensa tendenciosa, manipuladora y superficial, que, con el afán de generar contenidos llamativos e imponer una postura de cualquier orden, descontextualizan la información. Como público, tenemos que ser críticos, que informarnos a fondo en aquellos temas que nos sean relevantes. También debemos considerar cuál es la posición que ocupan las redes sociales en nuestra vida y qué tanto inciden los memes, tweets y estados en la formación de nuestro criterio y de nuestra opinión, y, más que nada, atender a la profundidad del discurso. Si ésta se pierde, habremos perdido la capacidad de pensar verdaderamente, y, con ella, todo.

Eugenio Sejó



La entrevista completa de Vargas Llosa está en:

https://aristeguinoticias.com/1903/multimedia/aristeguienvivo-19-03-18-exclusiva-con-mario-vargas-llosa-cambridge-analytica-mesa-politica-y-mas

miércoles, 21 de febrero de 2018

Reconstruyendo la memoria

El sismo del pasado 19 de septiembre dejó una cosa en claro: a pesar de la frecuencia inevitable de los sismos en la Ciudad de México, ni los civiles, ni el gobierno, ni los edificios que habitamos estaban preparados para afrontar la llegada de un temblor. Los protocolos de seguridad que aprendimos desde temprana edad resultaron ineficientes; las construcciones que levantan la capital se mostraron frágiles; el gobierno, responsable de mantener el orden, se vio rebasado. Una vez más, un fenómeno natural sacó a relucir las profundas fallas sistemáticas de nuestra ciudad, volviéndose así una catástrofe más en la historia del DF.

     Todas las negligencias y errores que salieron a relucir a raíz de la sacudida de 7.2 grados invitaron a renovar las discusiones en torno a nuestra cultura sísmica. Se habló mucho de la falta de estudios sobre el tipo de suelo de la ciudad, se discutió acerca de la corrupción entre inmobiliarias y delegaciones, se cuestionaron los protocolos de seguridad vigentes, se denunció la falta de alarmas sísmicas en las periferias y, sobre todo, muchos nos preguntamos cómo es que pudo ocurrir un desastre de tal magnitud después de las políticas aplicadas tras el sismo del 85. El debate fue más allá de de las discusiones personales y escaló a los medios de comunicación, y, junto con ellos, la sociedad, además de reflexionar lo que acaba de pasar, no paró de agradecer la solidaridad y la cooperación generalizada. Y es cierto: en los días posteriores al 19 de septiembre, el dolor y el miedo común entre los civiles nos hizo experimentar un ambiente de empatía y de acompañamiento.

     Los días fueron avanzando y cada vez más gente se incorporaba a la normalidad. Algunos albergues y centros de acopio siguieron abiertos y, poco a poco, los edificios en mal estado y los escombros se fueron cercando con cinta amarilla, incorporándose al paisaje cotidiano y dejando a sus antiguos habitantes fuera y en la total incertidumbre. Aun así, el gobierno ofreció abiertamente todo el apoyo a los damnificados. Algunos países y muchas empresas privadas hicieron donativos de miles de pesos. Se le pintó un mural a la perrita Frida en la colonia Roma y el lema “Fuerza México” se convirtió en slogan de muchas marcas y de personalidades destacadas. A pesar de la tragedia, los damnificados no estaban solos. La gente y el gobierno nunca habían puesto una mejor cara para ayudar.

   Poco tiempo después el Jefe de Gobierno Miguel Ángel Mancera promovió la Ley de reconstrucción, que, entre otras cosas, planteó un examen económico que determinaría cuánto pagaría el gobierno a los damnificados por los daños del sismo. Como la cantidad de dinero que se aportaba para la mayoría era insuficiente, a los afectados se les dio la opción de un pedir un crédito para rehacer sus hogares. La lógica de la ley es simple: si un temblor llega a tirar nuestra casa, tendremos que volver a pagarla de nuestros bolsillos.

     Aquella coyuntura del sismo que levantó tantas esperanzas comenzó a tornarse desalentadora. El gobierno mostró una vez más su verdadera cara, dejando a miles de damnificados en las calles, en el frío y la lluvia, descuidando así al resto de la población defeña, a la que dejó en un estado de vulnerabilidad ante un próximo temblor con la aprobación de dicha ley. ¿A dónde fue todo el dinero donado por los grandes empresarios de México y de los países que se solidarizaron? ¿No era el derecho a la vivienda un derecho humano? El gobierno no ha dado respuestas claras y más bien ha optado por ponerle peros específicos a cada edificio en mal estado para no pagar (o pagar sólo parcialmente) los daños que se originaron en parte por el terremoto y en parte por la corrupción de las inmobiliarias y por una política deficiente de prevención de desastres naturales.

       Los daños materiales ocasionados por el 19 de septiembre se cuentan por millones de pesos, los muertos se calculan en decenas, ¿y al olvido quién lo mide? A cinco meses del sismo cientos de familias damnificadas siguen viviendo en la calle, la directora del colegio Rébsamen no ha sido arrestada, son pocos los funcionarios y empresarios que han tenido consecuencias legales por la corrupción inmobiliaria, los protocolos de seguridad no han cambiado, los edificios en peor estado no han sido derrumbados, los permisos para construcciones sin las medidas mínimas de seguridad aumentan y la ley Mancera no parece dar marcha atrás. El sentimiento de empatía y acompañamiento que nació en el sismo se esfumó, y con ello se esfumó también la urgencia de resolver los defectos sistemáticos de nuestro gobierno y de nuestra cultura sísmica, que de mejorarse, evitarían otra catástrofe.

     En la mañana estaba leyendo una noticia del Universal que pedía no dejarse engañar por un mensaje que anunciaba un temblor de 9 grados para el jueves a las cinco de la tarde. Es cierto lo que decía el Universal: los sismos no se pueden predecir. Pero más que buscar probabilidades, una cosa es segura: puede temblar en cualquier momento. ¿Necesitamos otro sismo para organizarnos?


Cecilia Mv

lunes, 19 de febrero de 2018

De mezcales y otras prostituciones

Es una pena lo mucho que se ha devaluado el oficio de Al Capone. Ayer, tras un largo día de turistear por Oaxaca, volví fatigado a mi hostal. Sucedió por primera vez en la mañana: me dirigía al jardín etnobotánico de la ciudad, impulsado y diseñado por el maestro Francisco Toledo y auspiciado por el gobierno del estado, cuando una piruja mezcalería —era perfecta: puertas de madera desmaquillada, barra sin bancos y oscuridad perenne, como mirada de puta triste— me guiñó el ojo desde el otro lado de la acera. Rechacé su ofrecimiento —y el de muchas otras a lo largo del día— por obvias razones: no está bien empezar a tomar a las once de la mañana, y estar ebrio en los museos, jardines e iglesias es perjudicial para aquello de la retentiva y el aprendizaje, y también vengo a eso a Oaxaca: a cultivarme, a nutrirme de historia, etcétera, etcétera. Pero ya en la noche, cansado del preclásico mixteco y datos biográficos de don Porfirio Díaz, no pude rechazar la oferta de Devin, un gringo de California con el que me tocó compartir el cuarto.

     La mezcalería estaba en la misma manzana que nuestro hostal; aventajaba por mucho en refinación, diseño minimalista y atmósfera de elegancia contemporánea, al más neoyorquino de los restaurantes de la colonia Condesa. Acodado en la barra, me enteré que Devin vivía (solía vivir) en San Francisco, pero que hace dos meses, tras su despido de Google, decidió pasar en México el semestre que tiene de seguro de desempleo: “I want to put myself together”, me dijo, “find my true self, experience life, get to know the real world”. La hora que departimos fue suficiente para que me contara toda su novela y los dos mezcales que yo me tomé —no recuerdo el tipo ni la marca porque la carta era vastísima, de mezcales no sé mucho y fueron, además, dos mezcales— favorecieron la plática, la relajaron. Hice los comentarios pertinentes, brindamos, gringo cabrón, nos reímos y calentamos el pecho bastante a gusto. Supongo que, tras la velada, Devin sintió que he was finding his true self y todo cuanto me dijo. Mas si no fue así, si no fui el conversador con quien todo viajero desea encontrarse, fue debido a la transacción comercial que tuvo lugar a escasos dos metros. Es de ella de la que me interesa hablar, y es una pena lo mucho que se ha devaluado el oficio de Al Capone.

     El pelirrojo iba acompañado de su chalán, un hombre barbudo, alto, realmente apuesto, que hacía las veces, por muy poca pinta de oaxaqueño que tuviera, de enólogo a la Benito Juárez. Por más atención que les presté, no entendí si el restaurante estaba en la Ciudad de México, Monterrey o Bogotá; sin embargo, me quedó claro —el pelirrojo fue enfático, reiterativo, redundante y, por si no fuera poco, francamente molesto— que se trataba de un sitio refinado, un poco caro, sí, pero con un público exigente. Señaló, cosa que por demás es cierta, que cada vez se exportan más mezcales, que la bebida se está popularizando inclusive en el extranjero y que, con la creciente demanda, aumentan las expectativas de los clientes. El muchacho que atendía la barra, un joven local a simple vista, comprendía perfectamente la situación; declaró que el pelirrojo y el barbudo habían caído, para su fortuna, en las manos indicadas. Afirmó que precisamente la popularidad de la que el mezcal y muchas otras bebidas nacionales comienzan a gozar —cosa que por demás es cierta— provoca que haya, incluso en Oaxaca, un sin número de charlatanes, ávido de estafar a cuanto lego le salga al paso y dispuesto a dar gato por liebre, tequila por mezcal, nopal por maguey y setas por hongos alucinógenos. No obstante, la familia del muchacho se había dedicado ancestralmente a la producción de la bebida en cuestión y, aunque el lugar no fuese suyo, haría propia la satisfacción de cerrar una venta que beneficiaría, qué duda cabe, al local, al dueño del local, al mezcal, a la industria mezcalera, a la gente que en ella trabaja, al restaurante del pelirrojo, a su público, al pelirrojo, al barbudo y a él mismo, quien, cuando la situación lo permita, hará lo propio: abrirá su mezcalería. (Salud por eso.)

     Si la siguiente hora, aun estando en proceso de dos mezcales, pude alternar sin ninguna dificultad mi atención entre Devin y la compra, fue tan solo porque tanto el acuerdo comercial como la vida del gringo resultaron igualmente simples, ilustrativos y predecibles: Devin trabajaba en Google, pero, pese a tener sólo treinta y cinco años, le es difícil seguirle el paso a la tecnología y resultar competitivo cuando año con año salen huestes de computines de las mejores universidades; el amor de su novia se esfumó con el empleo y, ante un panorama tan desolador, lo mejor era huir a México, pese a la situación de violencia que atraviesa el país, en búsqueda de repuestas espirituales y, por qué no, otro trabajo y otra muchacha. (Salud por eso.) El barbón, efectivamente, sabía mucho más de mezcales y tenía ligeramente más aguante que el pelirrojo, quien se fue poniendo progresivamente ebrio e impertinente. El muchacho de la barra explicaba cada mezcal con la misma desenvoltura, seguridad y pasión que tenía Georgina, la guía del jardín etnobotánico que había visitado por la mañana, al hablar de cactáceas, sistemas de irrigación y domesticación agrícola. Cada uno, a su modo, tiene que lidiar con problemas similares: alguna bióloga alemana que se las da de listilla o algún chilango de olfato acusado que ve sabores ahumados con tranchete. Finalmente, Devin concluyó su relato narrando que, en diciembre, en un lance de valentía y ecuánime arrebato, compró su boleto: pasó el último mes del 2017 en la Ciudad de México y llevaba, hasta anoche, ocho días en Oaxaca. No sé si por el visible estado de ebriedad de sus dos compradores, por la ignorancia olímpica de ambos, aunque menos del barbón, en cuanto a mezcales se refiere, o porque, como afirmó, esos eran los únicos mezcales de alta categoría, su mejor línea de productos, pero finalmente el muchacho que atendía la barra dio por concluida la cata y su labor de venta; amable, mas firmemente —así son los oaxaqueños, así fue don Benito Juárez con Maximiliano—, insistió en que los catadores se resolvieran, para saber si abriría una botella de celebración o les tendría que dar la cuenta (órdenes del dueño, señores, lo siento mucho).

     La transacción, cómo no, fue todo un éxito: llegaron a un acuerdo. Mi segundo caballito fue de celebración: el pelirrojo —que con el mezcal se volvió carirrojo— nos compartió de su alegría a mí, a Devin, al barbón y al oaxaqueño que atendía la barra. Para no tener que hacer más visitas inútiles (que el mezcal se derrocha pero el tiempo, no), el carirrojo, que, aunque malacopa, era un hombre de negocios y no se olvidaba de ningún detalle, le tomó algunas fotos al oaxaco, cuyo rostro, evidentemente endémico, sería un beneficio añadido, un gesto publicitario en la carta del restaurante de lujo, pues, de ese modo, los clientes, exigentes como son, corroborarían que se trata de auténtico mezcal oaxaqueño —ahora que la autenticidad vale tanto, cosa que por demás es cierta— y que, con su compra, ayudarían a la economía local. No recuerdo si fue el carirrojo o el barbón quien le pidió al muchacho de la barra un último favor: hacer una breve descripción de cada mezcal, de su historia y, por qué no, que aderezara todo con frases poéticas y espirituales, con el tipo de palabras a las que el mezcal induce. Supongo que, con ello, se complacerán las exigencias literarias de los comensales, entre los cuales estará, presumiblemente y si todo marcha viento en popa, alguno de los muchachos que desplazó en Google a nuestro hermano Devin, pobre diablo.

     Me molesta que, desde la perspectiva adecuada, tengan razón. La industria mezcalera va cuesta arriba y los productores locales se benefician de las exportaciones. Los estadounidenses, canadienses y europeos, cuya discriminación se manifiesta también gastronómica y etílicamente, con suficiente información, sabrán apreciar las bebidas mexicanas, no solo por su valor exótico, sino por su sabor y la función social que desempeñan en nuestro territorio. En caso de que el tren de la cultura y la globalización prosiga su marcha, habrá incluso algunos extranjeros que, con olfatos y paladares más refinados que el mío (yo no distingo ni madres de ni vergas), puedan reconocer la especificidad de los tequilas según el agave; sabrán por el gusto el origen taxonómico de su mezcal e incluso —y aquí estoy citando textualmente al joven que atendía la barra— llegarán a apreciarlo tanto como el vino, el whiskey y el caviar.

     Me queda claro que la gastronomía es un rasgo cultural muy importante para los pueblos y que en esta sociedad contemporánea es natural que haya intercambios de esta y de muchas otras índoles: apenas el año pasado se estrenó Coco, hay bolsas de Frida Kahlo en todo el mundo y Despacito rompió todos los récords —records— habidos y por haber en la industria musical. Si soy capaz de reconocer lo anterior y concediendo que, con las políticas adecuadas, pueden hacerse justas las transacciones comerciales entre los oaxaqueños, yaquis, purépechas, chiapanecos y cuantos desprotegidos hay en nuestra tierra, entonces, ¿por qué reacciono de esta forma?, ¿a cuenta de qué el implacable sarcasmo repateándome el hígado al escribir esta humilde crónica? Tal vez sea porque tenía en más estima el oficio de Al Capone. Tal vez sea porque antes, a mediados de siglo, un muchacho como yo, nomás de puro encabronado se habría dado en la madre con el barbón —por ser más guapo—, con el pelirrojo —por su preferencia sexual que, a cada mezcal se hacía notoria y más notoria—, con el muchacho que atendía la barra —por oaxaqueño e indio— y con Devin —que para algo son los amigos, ¡carajo!—. No es, aunque eso parezca, que privilegie la intolerancia y la violencia. Tampoco soy un férreo nacionalista, no odio a los extranjeros ni a los barbones; obviamente, no detesto a los indígenas ni a los pelirrojos. ¿Qué es, entonces, lo que me disgusta?

Supongo que me molesta ver en mí un poco de Devin: yo también vine a Oaxaca en un viaje espiritual, pues quiero reflexionar, escribir y, como él, “find my true self & experience life”, una joda. No soporto ser como el oaxaco: un muchacho inteligente, con intereses y proyectos propios, pero completamente gentrificado; el pobre tiene que soportar al turismo y se ha comprado una mitología del mezcal que, en pleno siglo XXI, tanto para él como para el pelirrojo como para mí, es ficticia. Reconozco que, efectivamente, su familia se puede haber dedicado al noble arte de confeccionar mezcales desde tiempos inmemoriales, que la forma de destilación, el tipo de maguey, los aparatos que se utilizan en la elaboración y la región de donde provenga la planta generarán cambios reconocibles en la bebida, cambios que un paladar atento reconocerá, provenga de donde provenga. Lo que me entristece (y no sé si con razón) es que todo ello se convierta en un sello de autenticidad para que turistas superficiales como Devin y yo sintamos que la experiencia Oaxaca vale la pena. Tendrían que haber visto al pelirrojo hablar y manotear, intentándose ligar al oaxaqueño, pidiéndole fotos y proverbios. Tendrían que haber visto la impostura del muchacho de la barra; no era exclusivamente la manera que tenía al pontificar sobre los mezcales, sino que, a ello, se sumaban su pretensión, sus ganas de moverse con la desenvoltura y la naturalidad con la que los que frecuentan el local hablan de música indie, gastronomía de autor, arte conceptual, bitcoins y ya no recuerdo qué otras cosas de las que alcancé a pescar de las conversaciones circundantes.

     Posiblemente sea yo quien es demasiado sensible, pero intuyo que hay un vínculo profundo entre el mezcal y el desasosiego. Hay algo que une a Devin conmigo, que me une a mí con el muchacho de la barra y presumo que lo anterior guarda relación con las decenas de parejas europeas que he visto, algo tristes y amargadas, abarrotar los cafés, las plazuelas, los zaguanes y los sitios arqueológicos de Oaxaca, buscando encontrar de nueva cuenta la chispa, con el deseo de conocer nuevos mundos y, acaso, ser más felices. También me pesa haber escuchado al grupo de españoles, una mañana que leía en la azotea del hostal, cuando comentaron que el principal motivo de su visita era consumir hongos alucinógenos: las dos majas decían que los hongos son una verdadera revelación, que las alucinaciones te cambian la vida, mientras que los dos tíos ponían cara de interesantes: «qué guay», exclamaban, «nos estamos dos días aquí y luego nos largamos a Puerto Escondido».

     Estos fenómenos y muchos otros similares son característicos del siglo XXI. Al final, como era de esperarse, no pasó nada: Devin y yo nos acabamos el mezcal, dimos una vuelta medio ebrios por el Zócalo, compramos de cenar unos tamales y caminamos de vuelta al hostal. Supongo que dentro de una semana llegará a Monterrey, Bogotá o la Ciudad de México el primer cargamento de la mezcalería. Por este tipo de cosas, por sutiles o intrascendentes que parezcan, detesto al neoliberalismo y al capitalismo, si es que algo tienen que ver con el fenómeno. Afortunadamente, el estado de Oaxaca, por su gente combativa, sus pueblos originarios, su orografía, sus plantas, sus sabores y su terquedad, es todavía un bastión de resistencia. Todavía se encuentran buenos mezcales y su capital sólo tiene de puta la belleza impúdica y una despaciosa invasión gentrificadora que, qué duda cabe, es señal inequívoca del progreso. (Salud por eso.)

Eugenio Sejó