A
poco más de dos días de los hechos, presumo que ya será bien conocida por todos
la escandalosa declaración que hizo Mario Vargas Llosa, en una entrevista con
Carmen Aristegui: “Y el que haya 100 periodistas
asesinados yo creo que es en gran parte por culpa de la libertad de prensa”:
estas fueron las polémicas palabras del escritor peruano. De lo sucedido me
enteré ayer por la noche, cuando platicaba con un amigo al salir de la
Facultad; me contó lo que había oído, indignado por la insensibilidad y
estupidez de Marito. Por un lado, me pareció perfectamente predecible que
Vargas Llosa, con la clarividencia política y franca brillantez de la que ha
hecho gala en los últimos años, dijese una tontería de tal magnitud; por otro,
no dejó de extrañarme que, siendo un acérrimo defensor del liberalismo (con su Adam
Smith y Karl Popper), la democracia (con las consecuentes acusaciones dogmáticas
a Chávez, Andrés Manuel, Fidel, Raúl…) y la libertad de prensa, se aventurara a
manifestarse tan en contra de todo aquello que ha defendido a ultranza desde
siempre. Ante la duda, hice lo procedente: ver la entrevista completa.
Pretendía escribir en contra de Mario, y para ello era necesario no quedarme exclusivamente
con los comentarios, fotografías, memes, caricaturas, tweets y estados que a esas horas colmaban mi muro, reverberando con
rabia, sarcasmo e ironía. El objetivo de este artículo no es (en lo absoluto) defender
al ganador del Nobel de literatura en 2010, por quien no siento, desde La tía Julia y el escribidor (publicada
en 1977), la más mínima admiración literaria, y con quien no comulgo desde principios
de los setentas (y eso que yo nací en 1997), cuando renunció al comité de Casa
de las Américas y se divorció definitivamente, y, creo yo, para mal, de La
Habana. Empero, la situación me sirve de pretexto para tocar un tema que, pese
a ser viejo y conocido, sigue siendo preocupante: no está generalizada, o
cuando menos no circula en las redes sociales, la crítica inteligente,
reflexiva y, sobre todo, profunda.
En
un inicio, Mario Vargas Llosa, junto con Julio Cortázar, García Márquez y casi
todo el boom, fue defensor de la
Revolución cubana. Pese a que jamás tomó un fusil, agarró decididamente la
pluma, que en los escritores es el equivalente: se integró al comité de Casa de
las Américas, viajó numerosas ocasiones a Cuba e inclusive llegó a mediar entre
Carlos Fuentes y Ambrosio Fornet, un guionista cubano que criticó fuertemente
al escritor mexicano. En el conflicto, además de Ambrosio, estuvo
involucrado Roberto Fernández Retamar: ambos eran intelectuales que formaban
parte del aparato cultural cubano. Letras
Libres publicó en su número 207 una recopilación de cartas de Vargas Llosa
intitulada “El camino hacia la ruptura”. En ella me enteré de la polémica antes
mencionada, pero en realidad el breve epistolario da cuenta de un fenómeno
mucho más complejo e interesante: el cambio ideológico que sufrió el escribidor
peruano, su lento e inexorable desencanto por la Revolución, su transitar del
socialismo crítico al liberalismo abierto e impúdico, su cambio de hemisferio,
de izquierda a derecha, de sensanto e inteligente a ingenuo (el adjetivo es
demasiado benevolente). Destaca entre las causas de esta terrible mutación el
encarcelamiento de Heberto Padilla, un poeta cubano a quien apresaron (creo que
injustamene) por "oponerse" al régimen. Para Vargas Llosa, la censura y la
imposición del quehacer cultural en Cuba resultaron imperdonables.
Durante
la primera parte de su charla con Carmen Aristegui, Mario mencionó el caso
Padilla. Lo hizo al hablar de El llamado
de la tribu, su último libro, que es un conjunto de reflexiones en torno a
los filósofos y pensadores que lo condujeron a alejarse definitivamente del
socialismo para convertirlo en un acérrimo guardián del status quo. En la entrevista comenta que “la falta total de libertad de expresión”
y “los grandes abusos a los derechos humanos que se cometían a nombre del
socialismo” fueron motivos importantes del desencuentro entre Castro y él.
¿Cómo explicar entonces que quien se afirma rotundamente como un defesor de la
prensa y la libre expresión pase de un momento a otro a identificarla como el
origen de los asesinatos de los reporteros? La respuesta es simple y puede
ofrecerse en numerosos casos similares: sus palabras fueron, muy a pesar de Jenaro
Villamil (quien afirmó lo contrario), descontextualizadas.
Aristegui le pidió a Vargas Llosa
que comentara cómo veía a México en comparación con 1990, cuando lo describió
como “la dictadura perfeca”. La respuesta del peruanito ni es secreta ni era
impredecible: consideró que, aunque la democracia nacional siga siendo falible,
en la actualidad no sabemos por adelantado quién ganará las elecciones
presidenciales, y dedujo de ello que, aunque perfectible, en México tenemos una
democracia funcional. También opinó que, pese al narcotráfico y la violencia,
nuestro país tiene muchísima más libertad de prensa ahora que entonces. Carmen
(que es una mujer inteligente y no le tiene miedo al debate) objetó que en un
país en el que hay cien periodistas asesinados no se puede hablar de libertad
de prensa. Aunque la declaración de Mario fue enormemente desafortunada y pueda
rebatirse (deba debatirse) su apego a la verdad, lo que dijo, dentro de su
línea argumentativa, tiene sentido: en un país en el que la disidencia está
permitida, en el que el estado no reprime oficialmente a los periodistas, estos
pueden investigar temas polémicos y peligrosos; de alguna forma extraña y
retorcida, para que los crímenes en contra de los reporteros pudieran
perpetrarse, ellos tuvieron que estar posiblilitados de investigar temas que
los pusieran en riesgo.
Obviamente, la elección verbal de
Vargas Llosa fue muy infortunada. A esto se le añade que su postura política y
moral se aleja enormemente de la izquierda (y de la razón) y tiende cada vez
más a la que presumiblemente puede tener el director del FMI, el CEO de Ford,
Angela Merkel u otros personajes de igual calaña. Comprendo que la población (y
sobre todo los periodistas), en el contexto de nuestro país, en el que las
autoridades parecen no tener voluntad ni capacidad de hacer justicia (la
impunidad abunda) y tras dos sexenios tan violentos como los pasados, denuncie cualquier expresión que no sea de total comprensión, apoyo e indignación
compartida con las víctimas de la violencia. No obstante, creo que quienes conocemos
la postura de Mario Vargas Llosa y quienes escuchamos completa su entrevista
con Aristegui tenemos claro que entre sus muchos defectos no está el de ser un
censurador, pues defiende, abierta y vehementemente, la libertad de prensa. En
la misma plática criticó fuertemente el mandato de Enrique Peña Nieto y, con
repecto a los periodistas, declaró que “el narcotráfico juega un papel absolutamente central y
por eso habría que llegar a la raíz de los problemas que en muchos casos están
en el narcotráfico y
en unos cárteles poderosísimos de
los que emana una violencia que tiene consecuencias política atroces” (sic). El debate estriba en que Vargas
Llosa cree que hay más democracia y más libertad de prensa, mientras que
Aristegui, no necesariamente; y en lo que ella tiene por una prueba a
favor de su punto, él, para rebatirla, introduce un matiz en sentido opuesto.
En realidad, a mí el
honor y prestigio de Vargas Llosa me traen sin cuidado. Comparto con cualquier
persona pensante la indignación por la situación actual del país; en
particular, hago propia (aunque no puedo sentirla como ellos) la pesadumbre, el
temor y la rabia ante la peligrosa realidad, descarnada y sangrienta, a la que
se enfrentan nuestros periodistas. Sin embago, sostengo a la par que si
pretendemos cambiar a México necesitamos ser sumamente inteligentes. La
crítica, en lugar del conjunto de reacciones rápidas, viscerales e incendiarias, que favorecen las redes sociales, debe ser minuciosa, lógica, sagaz y reflexiva. Creo
que en este caso, muchos de los que alzaron la voz contra Mario, comulgan, en
cuanto a periodismo se refiere, con su postura. Más que una declaración
indignante, creo sinceramente que se trata de un comentario mal formulado, que los medios de
comunicación y las redes han elevado desproporcionadamente.
Hace algunas semanas,
Andrés Manuel López Obrador hizo unas declaraciones en las que propuso
vagamente una posible amnistía con algunos sectores del narcotráfico. Ese tema
también es extremadamente sensible, porque miles de personas han muerto en la
guerra contra el narco. Andrés Manuel, que no se caracteriza por su excelencia
expresiva, no hizo en un primer momento los matices de una propuesta que, bien
evaluada, dista mucho de ser absurda. Los otros partidos políticos y cuantiosos medios de comunicación aprovecharon y distorsionaron sus palabras
(asquerosamente) para atacar al candidato morenista (con el cual, irónicamente,
tampoco comulgo).
Son estos dos ejemplos
similares. Estoy en contra de la prensa tendenciosa, manipuladora y
superficial, que, con el afán de generar contenidos llamativos e imponer una
postura de cualquier orden, descontextualizan la información. Como público,
tenemos que ser críticos, que informarnos a fondo en aquellos temas que nos
sean relevantes. También debemos considerar cuál es la posición que ocupan las
redes sociales en nuestra vida y qué tanto inciden los memes, tweets y estados
en la formación de nuestro criterio y de nuestra opinión, y, más que nada,
atender a la profundidad del discurso. Si ésta se pierde, habremos perdido la
capacidad de pensar verdaderamente, y, con ella, todo.
Eugenio Sejó
La
entrevista completa de Vargas Llosa está en: