domingo, 12 de noviembre de 2017

La imperiosa necesidad del debate (ft. John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville)

Sin duda los problemas políticos, sociales y económicos de nuestra sociedad crecen día a día, y con ellos la necesidad de la búsqueda de soluciones. Por otro lado, la complejidad cultural de las sociedades post-industriales hace necesario reflexionar sobre un fenómeno anti-histórico que recorre a la opinión pública, y que pone de manifiesto nuestra incapacidad conjunta para abordar los temas más importantes de la esencia humana. 

Para ello, haremos un breve recorrido por dos grandes pensadores clásicos del liberalismo, quienes identificaron la relevancia de la discusión como forma de desarrollo político y social, y advirtieron de los peligros de la homogeneización del pensamiento, de la intolerancia y de la falta de pensamiento crítico. 

Uno de los primeros filósofos de la modernidad que se preocupó por la importancia de la discusión para el desarrollo de la sociedad fue John Stuart Mill. En su escrito clásico sobre los derechos políticos, Sobre la libertad, se opone enérgicamente a la sumisión del individuo frente a la opinión de la costumbre o de la mayoría. 
"Actualmente, los individuos están perdidos en la multitud. Es la opinión pública la que gobierna al mundo. El único poder es el de las masas". [1]
 Cuando Stuart Mill habla de la tiranía de la opinión, muestra el peligro de la falta de disenso y, especialmente, de la estigmatización del pensamiento divergente; peligro que radica tanto en la pérdida de la originalidad como en la degradación del pensamiento. De manera bastante clara, Mill privilegia el pensamiento individual frente a lo socialmente aceptado, pues: "el promedio general de la humanidad es moderado, no sólo en inteligencia sino en inclinaciones". [2]

La búsqueda de la aprobación de sus semejantes, conduce a los hombres a una imitación inferior de actos sometidos a la regla, al menos exteriormente, pero que no conllevan ningún esfuerzo de voluntad o de razón crítica. 
"En nuestros días se ha declarado un movimiento hacia el mejoramiento moral, en el camino de una mayor regularidad de conducta, y una limitación de los excesos; y hay un espíritu filantrópico universal[...] Estas tendencias hacen que el público esté más dispuesto a conformarse frente a un modelo aprobado, que consiste en no desear nada fuertemente. Su carácter ideal es mutilar toda parte de la naturaleza humana que resalte y tienda a hacer la persona marcadamente desemejante al común de la humanidad". [3]
El despotismo de la costumbre de Mill es, entonces,  el "eterno obstáculo al desenvolvimiento humano". El progreso —producto de la libertad—, resulta incompatible y antagónico al imperio de la costumbre. Cuando la opinión de las mayorías se vuelve irresistible y desprecia la disconformidad, no queda ningún poder sustantivo en la sociedad que pueda —o quiera—, tomar bajo su protección las opiniones y tendencias disidentes. "La humanidad se hace rápidamente incapaz de concebir la diversidad cuando durante algún tiempo ha perdido la costumbre de verla". [4]

El bienestar político e intelectual de la humanidad depende de la libertad de opinión, de expresión y de discusión. Las tres principales razones (particularmente académicas) propuestas por Mill se pueden resumir en 1. una opinión censurada puede ser verdadera —negar esto significa admitir nuestra propia infabilidad—; 2. una opinión equivocada puede contener una parte importante, pero incompleta, de la verdad; 3. aunque la opinión predominante sea absolutamente verdadera, a menos que pueda ser vigorosa y lealmente discutida su sentido se debilitará hasta perderse o convertirse en dogma. La desaparición de la controversia significa la muerte moral, pues por medio de la dialéctica y de la discusión negativa de las grandes cuestiones de la filosofía y de la vida es como se puede transformar una doctrina en una creencia solida, fundada en una clara comprensión de su sentido. 

Otro gran filósofo occidental que dedicó su análisis a la libertad de pensamiento fue Alexis de Tocqueville, más conocido por su La democracia en América, en donde habló de la omnipotencia de la mayoría en Estados Unidos. Tras visitar el territorio norteamericano durante nueve meses (en 1831), y observar de cerca su gobierno democrático, Tocqueville pudo ver con claridad los efectos del dominio de la mayoría en la política nacional. 

"Una vez que la mayoría ha decidido una cuestión no hay, por así decirlo, obstáculo que pueda, no ya detener, ni siquiera retardar su marcha y darle tiempo para escuchar las quejas de aquellos a quienes aplasta a su paso". [5]
Tocqueville no deja pasar los riesgos evidentes de un régimen democrático, particularmente aquel que estriba en la visión de corto plazo que impulsa a las masas e introduce, invariablemente, la inestabilidad social. "En medio de las perpetuas fluctuaciones de la suerte, el presente se agranda y oculta el porvenir, que se desvanece en la lejanía, y los hombres no prevén con su pensamiento más allá del día siguiente". [6] Incluso, nos alerta de los peligros de, en tiempos de escepticismo democrático, favorecer al pueblo guiándose por el azar, y permitirle ocupar el lugar que corresponde al saber. 

Mill dice: ninguna sociedad que no respete las libertades de pensamiento, de conciencia, de expresión y de determinación puede ser libre. Y es que hoy en día, en pleno siglo veintiuno y en el seno de la sociedad capitalista democrática-liberal, no existen tales libertades fundamentales. Existen en su aspecto formal —por supuesto, como lo presupone un Estado constitucional de derecho—, más son atropelladas, día a día, por la evidente falta de cultura del diálogo y respeto a la opinión del otro.

Particularmente, podemos referirnos a un fenómeno que ya he mencionado en ocasiones anteriores, y que más que nunca se encuentra presente en nuestra civilización, dando forma a nuestras interacciones y penetrando, poco a poco, en las normas informales de comunicación. Dicho fenómeno es lo políticamente correcto: una barrera a la discusión que, si bien pudiera parecer necesaria, resulta extremadamente nociva para el intercambio de ideas. 

Determinar ciertas líneas discursivas como equivocadas o inadmisibles a priori, es una forma de censura que no tiene justificación por si misma. Incluso, dificulta el debate en cuanto otorga connotaciones negativas a ciertas palabras o posturas, sin importar el contexto o la idea general que se pretende expresar en última instancia. La sobresensibilización ante ciertos temas recurrentes provoca, en la mayoría de los casos, respuestas que carecen de un carácter crítico y reflexivo, y que más allá de buscar convencer al oponente de lo contrario, terminan descalificando al individuo por medio del uso de falacias y aislando a los actores del debate público. 

Por otro lado, me parece esencial voltear hacia otro problema derivado de la prácticamente inexistente cultura del debate presente en nuestras instituciones universitarias, partidistas y mediáticas. La inmadurez política, que se manifiesta en nuestra incapacidad de tomar partido y defender una posición sin introducir elementos personales a la discusión. Desde los debates presidenciales hasta una plática de café, es difícil traer a la mesa un tema sensible o polémico sin esperar consecuencias negativas y siempre innecesarias.  

Debo reconocer que como apasionado polemista, me he ganado la animadversión y rechazo de muchas personas, que se niegan a creer en la necesidad irrefutable de traer a la vida cotidiana el disenso y la argumentación, como práctica para la futura responsabilidad que caerá en las manos de todos los ciudadanos —llevar las riendas de lo público y de la toma de decisiones–, siempre bajo una perspectiva filosófica habermasiana. 

En palabras de Rosa Luxemburgo; "La única vía que conduce al renacimiento es la escuela misma de la vida pública[...] Sin el libre enfrentamiento de opiniones la vida se agota; la vida política se adormece poco a poco". [7]

Desde las atropelladas discusiones políticas que vemos en televisión, hasta la forma en que se dirigen la mayor parte de los universitarios e intelectuales —que irónicamente se hacen llamar defensores de la izquierda o de la dignidad humana, de forma más general—, los mexicanos mostramos día con día que no estamos listos para dar un paso más adelante en la construcción de una sociedad política madura y responsable. Cuando somos espectadores de un encuentro político o ideológico entre personajes de la vida pública, la pobreza y vileza de sus argumentos son cosa segura.

Hoy, más que nunca, debemos reconocer nuestras debilidades y construir una cultura del debate libre, informado y respetuoso. Sólo así podremos definir el futuro de nuestra sociedad y plantear respuestas a las grandes interrogantes que rodean el porvenir. Sugiriendo un camino a seguir, me gustaría repasar brevemente algunos puntos esenciales que deben definir a la discusión pública, de acuerdo con Stuart Mill:
"Indudablemente la manera de afirmar una opinión puede ser muy objetable y merecer severa censura. La más grave de dichas ofensas es argüir sofísticamente, suprimir hechos o argumentos, exponer inexactamente los elementos de un caso o desnaturalizar la opinión contraria. 
"La peor ofensa que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Debe ser condenado todo aquel que manifieste la mala fe, el fanatismo o la intolerancia y nunca deben inferirse estos vicios del partido que la persona tome. 
"Debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea su opinión, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que son sus adversarios y sus opiniones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas, ni ocultar lo que pueda redundar en su favor. Esta es la verdadera moralidad de la discusión pública". [8] 

P.S.  Me gustaría refutar brevemente a mi querido Eugenio Ang cuando dice que el arte es meramente estética y no ética haciendo uso de la estética de Shaftesbury, o lo que él mismo llama belleza moral. [9]  Shaftesbury identifica la estética con la ética, una idea previa a su unificación final en la filosofía kantiana. 


Desde esta perspectiva, la facultad de percibir el valor y la armonía, residentes en la totalidad de la naturaleza, es una misma. La percepción de los valores de orden, proporción y simetría no difiere de la percepción de los valores éticos, connaturales e inmediatos, dando origen a una universalidad del juicio ético y estético. Por otro lado, dice Shaftesbury, los valores estéticos sólo pueden conocerse mediante la virtud, y no son aprehensibles por medio de la expresión objetiva o de la captación de una regla de tipo técnico. 

Finalmente, el arte se revela siempre a la luz de la belleza moral, pues es una parte específica de la ley natural. Es particularmente interesante que la frase shaftesburiana por excelencia que caracteriza su entendimiento sobre la ética y la estética se reproduce como: "Lo que el hombre ve es lo que llega a ser". 

Posteriormente, en Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Kant alcanzaría una profunda identificación entre lo bello y lo ético— "el sentimiento de la belleza y la dignidad de la naturaleza humana—. Podría mencionar también el carácter unitario de la estética y la ética para Wittgenstein, que las agrupó en términos de su ausencia proposicional o su incapacidad de ser expresadas. 

Rodrigo Salas,
@Saur_tafly

Notas:

[1] John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, SARPE, 1984, p. 106.

[2] Ibid., p. 110.

[3] Ibid., p. 111.

[4] Ibid., p. 117.

[5] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, vol. 1, Madrid, SARPE, 1984, p. 250.

[6] Alexis de Tocqueville, La democracia en América, vol. 2, Madrid, SARPE, 1984, p. 130.

[7] Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa, México, Grijalbo, 1980, p. 38.

[8] John Stuart Mill, Op. cit., p. 92.

[9] En la obra de Shaftesbury recomiendo ver el Soliloquio, Moralistas o Sobre la Virtud.