La noche de
Tlatelolco
Para mí y para
muchos otros jóvenes, la masacre de Tlatelolco no es simplemente un hecho
histórico o una anécdota del pasado, sino que se trata del símbolo de una
época, de una lucha y, simultáneamente, de una guía moral y política. Cuando la
gente habla del 2 de octubre, pienso inmediatamente en Elena Poniatowska y, más
específicamente, en La noche de
Tlatelolco. Elena y su libro poseen significados múltiples: en primera
instancia, representan la lucha por los derechos y la democratización del país,
el enojo —justificado— contra el PRI y los deseos de libertad; son, además, mis
primeras lecturas, la puerta al mundo intelectual, las discusiones políticas
con mis compañeros —camaradas— de la preparatoria. Veo en Elena —¿por qué no
decirlo?— los últimos rastros de un México que se ha ido y que, aun sin haberlo
vivido, añoro. Es el México que leí en José Emilio Pacheco, la ciudad de
Carlos, de Mariana y de “La fiesta brava”. Mis primeros referentes literarios
son ellos: Pacheco, Elena, José Revueltas, Carlos Monsiváis y Sergio Pitol.
Estos escritores, de un modo u otro, hablaron del 68, participaron en él. La
ciudad que vivieron queda consignada en sus páginas y no coincide con la que
recorro, atestada de edificios, ecobicis y celulares. Así, cuando pienso en la
trifulca de la Ciudadela y en el bazucazo a San Ildefonso, recuerdo mis visitas
al Péndulo, las marchas por Ayotzinapa, las idas al Fondo de Cultura Económica,
los paros estudiantiles, las caminatas para conocer las viejas librerías de
Donceles, los cafés entre Aura y
Galeano y los alteros de Proceso, La Jornada y Letras Libres, publicaciones que por entonces compraba
compulsivamente para entender la política nacional. Leer y hacer política eran
una misma cosa: dialogar con mi pasado y con mi presente. En los libros
encontraba un camino para el quehacer estudiantil. A su vez, pretendía emular
la vida de los escritores a los que admiraba. El movimiento estudiantil del 68
era un proceso que tenía que comprender, un universo de valores y principios
que debía defender, un pasado por el que inevitablemente sentía nostalgia y,
sobre todo, un puñado de libros que moría por escribir.
Se cumplen cincuenta años del movimiento
estudiantil del 68 y como los mexicas tenían razón y el tiempo es cíclico
(pregúntele al sismógrafo quien no me crea), el lunes 3 de septiembre hubo un
terrible ataque a los jóvenes del CCH Azcapotzalco. En consecuencia, la Unam
estuvo en paro toda una semana (algunas facultades llevan ya tres), el
miércoles 5 marcharon más de treinta mil estudiantes y el viernes 7 hubo una
anárquica y violenta asamblea interuniversitaria en la que los estudiantes
pretendíamos elaborar un pliego petitorio y un plan de acción. Las acciones
políticas, aunque desordenadamente, han continuado. Quien me hubiese buscado en
estos días me habría hallado redactando comunicados, participando efusivamente
en las juntas, discutiendo con mi madre y, por las noches, leyendo a Octavio
Paz. Decidí hacer este pequeño escrito para dilucidar cuál es, a la luz de la
lucha cuyo sangriento aniversario conmemoramos y, sobre todo, tomando como base Posdata, interesante texto de Paz, el
sentido de la lucha estudiantil ahora.
Acerca de Posdata
La semana pasada,
ya lo dije, leí a Octavio Paz. Tras años de odiarlo silenciosamente y de
tacharlo de reaccionario y anticomunista, me compré un libro suyo compuesto por
tres textos: El laberinto de la soledad,
Posdata y “Vuelta a El laberinto de la soledad”. El segundo
de ellos, es decir, Posdata, es un
sagaz y minucioso análisis de las causas visibles y ocultas del movimiento
estudiantil del 68, una inquisición histórica, poética, mítica, sociológica y
psicológica para comprender su verdadero significado. No deja de extrañarme el
hecho de que el libro haya llegado a mí en este momento, justamente cuando nace
una coyuntura política y estudiantil. Es posible que, como Paz mismo sugiere,
los tiempos míticos y poéticos tengan su propio minutero. Procederé, sin más
exordios, a hacer un resumen de las disquisiciones de Posdata, pues de sus conclusiones, del significado y del valor que
el Nobel mexicano da al 68, intentaré señalar un derrotero —no una agenda ni un
plan de acción específico— para las luchas sociales de nuestra época.
Octavio Paz no es
un académico: ni historiador ni sociólogo. Es un poeta. Un poeta
extraordinario. De allí que sus ensayos no tengan ni rigor ni método
academicista. Así, El laberinto de la
soledad y Posdata son, como él reconoce,
“un ejercicio de la imaginación crítica: una visión y, simultáneamente, una
revisión”[1].
Hago esta breve aclaración porque mis presumibles lectores —mis amigos
universitarios— suelen subir las cejas cuando uno habla de Paz. Ya sea como
herederos de la repulsión al monopolio cultural que fue en su momento Vuelta, como lectores asiduos de Bolaño
o como historiadores, filólogos y académicos en ciernes, hijos del formato APA,
del estructuralismo o de la escuela de los annales, pero mis coetáneos no ven
con buenos ojos leer a Octavio. Mucho peor es citarlo. Desde mi perspectiva
—limitada, dado que, hasta el momento, es este el único libro que de él he
leído—, a Paz casi nunca lo traiciona su “imaginación crítica”. Puede
corregírsele algún dato, pueden hacerse matices en sus interpretaciones
históricas y, claro, habrá quienes disientan rotundamente de sus conclusiones;
empero, son pocos los que tienen una visión tan amplia y profunda como él.
Los primeros dos capítulos de Posdata se titulan “Olimpiada y
Tlatelolco” y “El desarrollo y otros espejismos”; en ellos, Paz analiza las
circunstancias sociopolíticas e ideológicas que rodean y provocan el movimiento
del 68, lo que quiere decir que hace un recuento histórico que inicia con la Revolución
Mexicana y que culmina con la matanza. En el tercer capítulo, “Crítica de la
pirámide”, indaga sobre las causas del 2 de octubre en los rasgos más íntimos,
arraigados y soterrados que tiene nuestra sociedad: las reminiscencias o, por
usar un sustantivo menos platónico y más estructuralista, el sustrato mexica
que nos habita. A continuación haré una breve exposición de la tesis de estos
capítulos.
Para Paz, el 68 es evidencia de la
terrible contradicción a la que condujo la Revolución Mexicana. Plutarco Elías
Calles, nos dice, reunió a los distintos caudillos de su época y supo conciliar
entre ellos. Tras el itinerario de sangre y traiciones con que concluyó nuestra
Revolución, tras una lucha armada de más de diez años, Calles fundó el PNR y
detuvo con suma sagacidad política una cadena de asesinatos que hubiera podido
continuar indefinidamente. Después, Lázaro Cárdenas agrupó a las fuerzas campesinas,
obreras y militares; formó, con ello, una base social a la que no traicionaría,
y transformó el antiguo partido en el PMR. Posteriormente, Miguel Alemán hizo
todo lo que estaba a su alcance para que el país se industrializara y se
desarrollara económicamente. En este momento se configuró el México moderno.
Fue precisamente esta modernidad la que el mundo entero reconoció y la que Díaz
Ordaz pretendía celebrar cuando fuimos seleccionados anfitriones para los
Juegos Olímpicos de 1968.
El problema estriba en que durante estos
años, que van, más o menos, de 1924 a 1952, se originaron los grandes vicios
del México moderno. Del poder unificador de Calles nace nuestra idolatría por
la investidura presidencial y por el PRI. De Cárdenas heredamos los sindicatos charros,
en razón de que durante su sexenio se consolidaron las alianzas entre distintos
grupos sociales y el partido oficial. A Alemán le debemos la inversión
extranjera que, si bien contribuyó al desarrollo, también lo hizo al
imperialismo, a la dependencia económica y a la disparidad en la población. No
pretendo ahondar en la caracterización que Paz hace de estos procesos. Baste
decir que al cúmulo de problemas referido se añadieron otros lastres: con la Revolución
nació una clase media que, pese a no estar
económica ni socialmente mal posicionada, no tenía un verdadero lugar en
el país. De esta clase media eran los estudiantes que se manifestaron en el 68,
pues deseaban, a grandes rasgos, democratizar al país (o, en su defecto, al
PRI), tener mayor incidencia en la vida política, acabar con la disparidad económica
y, de paso, cambiar algunos de los preceptos morales que la época y la clase
les imponían. El 68 es producto de la Revolución y de su desarrollo, de la
nueva clase media, del poder político que había logrado construir tantas cosas
en el país, de la burocracia totalitaria del partido (similar a la de los
países socialistas de Europa oriental) y de las muchas otras enfermedades que el
sistema había engendrado.
En un ámbito menos inmediato (“Crítica
de la pirámide”), Paz no tiene reparos al hacer una sutil lectura mítica y
antropológica de los hechos. La pregunta que anima El laberinto de la soledad es esta: ¿cuál es el origen profundo del
comportamiento del mexicano? La misma respuesta, mas referida exclusivamente al
68, es la que intenta hallar en Posdata.
Busca “un complejo de actitudes y estructuras insconscientes que, lejos de ser
supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra
cultura contemporánea”[2].
Las correspondencias entre el mundo
antiguo y el nuestro, señala Paz, son notables. Por un lado, el peso que tiene
la figura presidencial, incuestionable, sagrada, digna de cualquier elogio y
lambisconería, se la debemos, principal, aunque no exclusivamente, al tlatoani. En él, como en Díaz Ordaz y
los mandatarios posrevolucionarios, se centralizaban los poderes del estado. El
imperio, al ser teocrático, atribuía a sus gobernantes un poder divino.
El
culto solar a Huitzilopochtli exigía sacrificios y guerras para que el mundo se
renovara y para que el sol siguiera su marcha. Dicha creencia, parte nuclear de
la cosmogonía mexica, además de explicar el universo en términos religiosos,
justificaba el dominio político, económico y militar del imperio azteca. De
allí que esta etapa del mundo precortesiano, posterior al florecimiento de
otras grandes culturas más armónicas y pacíficas —como la teotihuacana—,
funcionara tan bien: todos los elementos mexicas se integraban
orgánicamente. Esta estructura de
dominación imperial, de violenta renovación sagrada, de sacrificio ritual, de
culto solar, de pleitesía, de centralismo, se manifiesta simbólica,
metafóricamente, en la estructura de la pirámide —basamento piramidal—, lugar
donde antiguamente se realizaban los ritos y las inmolaciones. A su vez, la
estructura piramidal tiene su correspondencia topográfica en la orografía
mexicana, cuya explanada más alta es, precisamente, la meseta central del país,
y cuyo corazón es el Valle de Anáhuac, Tenochtitlán. Desde esta perspectiva, la
noche de Tlatelolco fue una matanza ritual, un sacrificio que evidenciaba la
petrificación del PRI, que renovaba a la sociedad, en la que los hechos y los
símbolos se aliaron, en la que las estructuras del gobierno actual rimaron con
las de los aztecas. También fue significativo el emplazamiento: Tlatelolco,
pueblo aliado de Tenochtitlán; la Plaza de las Tres Culturas, donde converge el
México moderno, la Nueva España y el mundo prehispánico. Nuestra “historia
invisible” renace y nos aplasta.
Habrá
a quienes cualquier tipo de misticismo y esoterismo les parezca charlatanería.
Les responderé con la siguiente cita: “Todas las historias de todos los pueblos
son simbólicas; quiero decir: la historia y sus acontecimientos y protagonistas
aluden a otra historia oculta, son la manifestación visible de una realidad
escondida […] esa tarde [la del 2 de octubre] la historia visible desplegó, a
la manera de un códice precolombino, nuestra otra historia, la invisible”[3].
El movimiento político en nuestros días
Las primeras
observaciones que tengo del movimiento estudiantil son prácticas y cualquiera
que haya participado en él habrá llegado a ellas. En la Unam, las asambleas se
han convertido en el único modelo de organización. Se trata a todas luces de un
error: las sesiones son interminables (la interuniversitaria pasada duró casi
un día entero), hay grupos que toman el control de las mesas o que asisten en
masa a las sesiones para imponer su postura y nadie puede verdaderamente
externar con amplitud su opinión. He asistido a reuniones donde los
concurrentes llegamos al jocoso absurdo de votar si queremos votar si queremos
votar (ad nauseam) si queremos
cambiar la sesión de sede para resguardarnos de la lluvia. Es nuestro deber
hacer del estudiantado un verdadero actor político como lo son los partidos, la
Iglesia, los empresarios y los sindicatos. Para cumplir tal propósito, acaso
sea necesario establecer un sistema permanente de representación estudiantil o
tal vez formar una suerte de partido. Desconozco la mejor solución, pero es
perentorio organizarnos adecuadamente. Las demandas del país así nos lo exigen.
A lo anterior pueden añadirse
algunos problemas de la misma índole. Someramente, podemos decir que hace falta
encontrar un frente único y establecer algunas pocas demandas claras. Debemos
comprender que nos enfrentamos (el verbo me parece adecuado) a políticos
profesionales, de tal suerte que para conseguir nuestros fines debemos oponernos
a ellos con astucia. Es indispensable que renunciemos (como en el ejército o en
una empresa) a nuestros fines particulares para lograr un objetivo común. No
obstante, sostengo que el gran dilema de los movimientos estudiantiles en
nuestra era y, en realidad, de la sociedad en su conjunto, es de carácter
moral. Escribo, pues, siguiendo las huellas de Paz porque me parece que él,
pese a todos sus defectos, fue a quien más le interesó este tema: el vacío
filosófico y las contradicciones que hubo en el seno del movimiento del 68.
El movimiento del 68 expresó la gran
contradicción del México moderno. Con los Juegos Olímpicos celebrábamos nuestro
crecimiento económico y demográfico; los jóvenes se manifestaban en contra de
tal festejo. No obstante, la lucha no buscaba crear otra modernidad ni se
oponía tajantemente a sus principios, aunque algunos de sus líderes fueran de
la extrema izquierda. Se trataba solamente de ventilar las instituciones, de
democratizar, de permitir que los universitarios participaran más en el
quehacer político y de que la moral cambiara ligeramente de rumbo, esto es,
principalmente, que hubiera más libertad sexual. Los estudiantes eran la voz de
la gente.
El sentido profundo de la protesta juvenil
—sin ignorar ni sus razones ni sus objetivos inmediatos y circunstanciales—
consiste en haber opuesto al fantasma implacable del futuro la realidad
espontánea del ahora. La irrupción del ahora significa la aparición, en el centro
de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: placer.
Cuando digo placer no pienso en la elaboración de un nuevo hedonismo ni
el regreso a la antigua sabiduría sensual —aunque lo primero no sea desdeñable
y lo segundo sea deseable— sino en la revelación de esa mitad oscura del hombre
que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que
se revela en las imágenes del arte y del amor.[4]
No
sé hasta qué punto las afirmaciones de Paz sean justas o si corresponden más
bien a una lectura personal. Me inclino más por lo segundo. No obstante, sí sé
que la clase media en la que nací, heredera ideológica e hija consanguínea de
los estudiantes del 68, vive en una nación más democrática y, efectivamente,
nuestras relaciones amorosas no están maniatadas ya por una moral conservadora,
burguesa y católica. El placer, la fiesta, el arte, la música y la sexualidad
son parte, con relativa libertad, de la vida de todo adolescente clasemediero
“ilustrado”. Los medios de comunicación, aunque parcialmente, pueden expresar
abiertamente sus críticas al régimen. La vida democrática, mal que mal, ha
rendido sus frutos, y en las elecciones pasadas triunfó la disidencia. Vuelvo
al origen: cuando salimos a marchar por la seguridad, evocamos lo que nuestros
padres y abuelos hicieron hace cincuenta años.
Lamentablemente,
la modernidad siguió su curso: la apertura económica se convirtió en neoliberalismo,
lo cual significó sujeción total a la economía, sin importar las consecuencias.
El desarrollo continuó su paso: hubo maquiladoras, se destruyó el campo, las
ciudades se sobrepoblaron y, en la actualidad, se gentrifican con velocidad,
desplazando así a millones de habitantes a la periferia. Inclusive en el
terreno de las libertades y los placeres hemos naufragado: mis coetáneos
vivimos drogados, somos adictos al sexo o a la pornografía, crecimos con todo —casa,
televisión, computadora, dulces, libros, vacaciones…—, estamos deprimidos y no
nos concentramos. Los poetas son unos suicidas y los ingenieros, superficiales.
No pretendo darme golpes de pecho puritanos ante la supuesta inmoralidad de
nuestros tiempos, como tampoco he de juzgar la lucha y las ideas que animaron a
las generaciones que me anteceden. Creo que para lograr un porvenir más seguro
y, ¿por qué no?, más feliz, hemos de hacer un profundo examen de conciencia.
¿Los valores por los que peleamos son realmente deseables? Nosotros somos hijos
de la sociedad que los del 68 construyeron. De su lucha nacen nuestros derechos
y nuestra voluntad combativa; de su ceguera y falta de autoctrítica, los vicios
sociales y los defectos que me impulsan a escribir estas páginas.
Sabemos
que es indispensable luchar por la seguridad, que dejen de violarse tantas
mujeres, que deje de haber tantos muertos y que dejen de golpear estudiantes en
las universidades. Entendemos, por tanto, que es necesario que las autoridades
dejen de reprimir a la población. Hemos leído que en gran medida la raigambre
de la violencia moderna, sobre todo la asociada con el narcotráfico, está en el
neoliberalismo y en las tremendas desigualdades socioeconómicas que produce.
Deseamos que haya igualdad de género. Pero, ¿cuál es, en un sentido total,
existencial, poético y filosófico, nuestro objetivo? En la «historia invisible»
que atisba Paz, la de los mitos, los mexicas, las metáforas y los ritos, ¿qué
buscamos? Me parece que la generación que nos antecede no se hizo estas
preguntas o, si se las hizo, no las respondió con exactitud. Me parece nobilísimo
hallar en mi facultad jóvenes trotskistas o leninistas, que creen haber hallado
en las ideas de los teóricos socialistas el sentido de la historia y, con él,
el de su vida.
Evidentemente
yo no tengo las contestaciones definitivas. Hay algo en mí que no encaja por
completo con mi generación. Un desajuste en las fiestas, un hueco en el
estómago en las asambleas, un dolor sutil ante Derrida y el MUAC. Mi
desasosiego está vinculado definitivamente con la violencia, con el PRI, con la
falta de oportunidades de trabajo. Para resolver la ecuación, para salvar la innombrable
distancia que hay entre mis anhelos y el mundo, y para revertir el terrible
desastre ecológico que nos augura un porvenir a la Mad Max, es indispensable no solo combatir, sino hacernos los cuestionamientos
esenciales. Para ello, más que Maluma y Four Loko, más que siestas de Prozac,
más que twerking y Black Mirror, necesitamos reflexión
profunda, disciplina, tradición, historia y poesía. Más que academicismo y
narratología, requerimos Paz, Henríquez Ureña, Reyes, Sánchez Vázquez y Garro,
y Sor Juana. El lugar es común: volvamos a los clásicos Hay principios
fundamentales (no conservadores, sino posmodernos) de los que estamos partiendo
que, asevero, están completamente equivocados. Nuestra cultura efectivamente
está cambiando: la forma en que nacemos, morimos y amamos. Detesto, en su
mayoría, la dirección de tales mutaciones, la nuevas máscara de nuestra
sociedad.
“Ser
uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido
en nuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser”[5].
¿Quiénes somos entonces? Sé muy poco de economía; mis sentidos me dictan que el
mercado y sus leyes han polarizado la riqueza, provocan un daño terrible en el
medio ambiente y nos han hecho adictos al consumo. La corrupción no es causa de
estos males, es un agravante, un catalizador. Tenemos entonces que seguir, de
nuestra forma, el itinerario de Paz: revisar nuestro contexto inmediato, las
nuevas políticas, el mundo globalizado y la tecnología. A la par, es necesario
hacer una lectura cabal, aguda, mística, de nuestro carácter.
Descubrámonos
en el espejo de la historia, de la piedad, del mito y de las tradiciones. Las
uñas contemporáneas no son capaces de rascar nuestras ansias poéticas,
políticas y eróticas. Hagamos un examen de conciencia, a la luz del 68, de sus
intelectuales, de los grandes pensadores y de nuestros sentimientos más profundos,
y de la modernidad, con sus tecnicismos y sus complejos sistemas, para
construir, con fuerza, bondad y urgencia, una lucha estudiantil coherente y
sólida, y, a largo plazo, un porvenir más feliz, justo y pacífico.
Eugenio Sejó
[1] Octavio Paz 2015. El laberinto de la soledad, Posdata y Vuelta
a El laberinto de la soledad, FCE, México, p. 235.
[2]
Idem, p. 289.
[4]
Idem, p. 244.
[5] Idem, p. 188.