miércoles, 21 de febrero de 2018

Reconstruyendo la memoria

El sismo del pasado 19 de septiembre dejó una cosa en claro: a pesar de la frecuencia inevitable de los sismos en la Ciudad de México, ni los civiles, ni el gobierno, ni los edificios que habitamos estaban preparados para afrontar la llegada de un temblor. Los protocolos de seguridad que aprendimos desde temprana edad resultaron ineficientes; las construcciones que levantan la capital se mostraron frágiles; el gobierno, responsable de mantener el orden, se vio rebasado. Una vez más, un fenómeno natural sacó a relucir las profundas fallas sistemáticas de nuestra ciudad, volviéndose así una catástrofe más en la historia del DF.

     Todas las negligencias y errores que salieron a relucir a raíz de la sacudida de 7.2 grados invitaron a renovar las discusiones en torno a nuestra cultura sísmica. Se habló mucho de la falta de estudios sobre el tipo de suelo de la ciudad, se discutió acerca de la corrupción entre inmobiliarias y delegaciones, se cuestionaron los protocolos de seguridad vigentes, se denunció la falta de alarmas sísmicas en las periferias y, sobre todo, muchos nos preguntamos cómo es que pudo ocurrir un desastre de tal magnitud después de las políticas aplicadas tras el sismo del 85. El debate fue más allá de de las discusiones personales y escaló a los medios de comunicación, y, junto con ellos, la sociedad, además de reflexionar lo que acaba de pasar, no paró de agradecer la solidaridad y la cooperación generalizada. Y es cierto: en los días posteriores al 19 de septiembre, el dolor y el miedo común entre los civiles nos hizo experimentar un ambiente de empatía y de acompañamiento.

     Los días fueron avanzando y cada vez más gente se incorporaba a la normalidad. Algunos albergues y centros de acopio siguieron abiertos y, poco a poco, los edificios en mal estado y los escombros se fueron cercando con cinta amarilla, incorporándose al paisaje cotidiano y dejando a sus antiguos habitantes fuera y en la total incertidumbre. Aun así, el gobierno ofreció abiertamente todo el apoyo a los damnificados. Algunos países y muchas empresas privadas hicieron donativos de miles de pesos. Se le pintó un mural a la perrita Frida en la colonia Roma y el lema “Fuerza México” se convirtió en slogan de muchas marcas y de personalidades destacadas. A pesar de la tragedia, los damnificados no estaban solos. La gente y el gobierno nunca habían puesto una mejor cara para ayudar.

   Poco tiempo después el Jefe de Gobierno Miguel Ángel Mancera promovió la Ley de reconstrucción, que, entre otras cosas, planteó un examen económico que determinaría cuánto pagaría el gobierno a los damnificados por los daños del sismo. Como la cantidad de dinero que se aportaba para la mayoría era insuficiente, a los afectados se les dio la opción de un pedir un crédito para rehacer sus hogares. La lógica de la ley es simple: si un temblor llega a tirar nuestra casa, tendremos que volver a pagarla de nuestros bolsillos.

     Aquella coyuntura del sismo que levantó tantas esperanzas comenzó a tornarse desalentadora. El gobierno mostró una vez más su verdadera cara, dejando a miles de damnificados en las calles, en el frío y la lluvia, descuidando así al resto de la población defeña, a la que dejó en un estado de vulnerabilidad ante un próximo temblor con la aprobación de dicha ley. ¿A dónde fue todo el dinero donado por los grandes empresarios de México y de los países que se solidarizaron? ¿No era el derecho a la vivienda un derecho humano? El gobierno no ha dado respuestas claras y más bien ha optado por ponerle peros específicos a cada edificio en mal estado para no pagar (o pagar sólo parcialmente) los daños que se originaron en parte por el terremoto y en parte por la corrupción de las inmobiliarias y por una política deficiente de prevención de desastres naturales.

       Los daños materiales ocasionados por el 19 de septiembre se cuentan por millones de pesos, los muertos se calculan en decenas, ¿y al olvido quién lo mide? A cinco meses del sismo cientos de familias damnificadas siguen viviendo en la calle, la directora del colegio Rébsamen no ha sido arrestada, son pocos los funcionarios y empresarios que han tenido consecuencias legales por la corrupción inmobiliaria, los protocolos de seguridad no han cambiado, los edificios en peor estado no han sido derrumbados, los permisos para construcciones sin las medidas mínimas de seguridad aumentan y la ley Mancera no parece dar marcha atrás. El sentimiento de empatía y acompañamiento que nació en el sismo se esfumó, y con ello se esfumó también la urgencia de resolver los defectos sistemáticos de nuestro gobierno y de nuestra cultura sísmica, que de mejorarse, evitarían otra catástrofe.

     En la mañana estaba leyendo una noticia del Universal que pedía no dejarse engañar por un mensaje que anunciaba un temblor de 9 grados para el jueves a las cinco de la tarde. Es cierto lo que decía el Universal: los sismos no se pueden predecir. Pero más que buscar probabilidades, una cosa es segura: puede temblar en cualquier momento. ¿Necesitamos otro sismo para organizarnos?


Cecilia Mv

lunes, 19 de febrero de 2018

De mezcales y otras prostituciones

Es una pena lo mucho que se ha devaluado el oficio de Al Capone. Ayer, tras un largo día de turistear por Oaxaca, volví fatigado a mi hostal. Sucedió por primera vez en la mañana: me dirigía al jardín etnobotánico de la ciudad, impulsado y diseñado por el maestro Francisco Toledo y auspiciado por el gobierno del estado, cuando una piruja mezcalería —era perfecta: puertas de madera desmaquillada, barra sin bancos y oscuridad perenne, como mirada de puta triste— me guiñó el ojo desde el otro lado de la acera. Rechacé su ofrecimiento —y el de muchas otras a lo largo del día— por obvias razones: no está bien empezar a tomar a las once de la mañana, y estar ebrio en los museos, jardines e iglesias es perjudicial para aquello de la retentiva y el aprendizaje, y también vengo a eso a Oaxaca: a cultivarme, a nutrirme de historia, etcétera, etcétera. Pero ya en la noche, cansado del preclásico mixteco y datos biográficos de don Porfirio Díaz, no pude rechazar la oferta de Devin, un gringo de California con el que me tocó compartir el cuarto.

     La mezcalería estaba en la misma manzana que nuestro hostal; aventajaba por mucho en refinación, diseño minimalista y atmósfera de elegancia contemporánea, al más neoyorquino de los restaurantes de la colonia Condesa. Acodado en la barra, me enteré que Devin vivía (solía vivir) en San Francisco, pero que hace dos meses, tras su despido de Google, decidió pasar en México el semestre que tiene de seguro de desempleo: “I want to put myself together”, me dijo, “find my true self, experience life, get to know the real world”. La hora que departimos fue suficiente para que me contara toda su novela y los dos mezcales que yo me tomé —no recuerdo el tipo ni la marca porque la carta era vastísima, de mezcales no sé mucho y fueron, además, dos mezcales— favorecieron la plática, la relajaron. Hice los comentarios pertinentes, brindamos, gringo cabrón, nos reímos y calentamos el pecho bastante a gusto. Supongo que, tras la velada, Devin sintió que he was finding his true self y todo cuanto me dijo. Mas si no fue así, si no fui el conversador con quien todo viajero desea encontrarse, fue debido a la transacción comercial que tuvo lugar a escasos dos metros. Es de ella de la que me interesa hablar, y es una pena lo mucho que se ha devaluado el oficio de Al Capone.

     El pelirrojo iba acompañado de su chalán, un hombre barbudo, alto, realmente apuesto, que hacía las veces, por muy poca pinta de oaxaqueño que tuviera, de enólogo a la Benito Juárez. Por más atención que les presté, no entendí si el restaurante estaba en la Ciudad de México, Monterrey o Bogotá; sin embargo, me quedó claro —el pelirrojo fue enfático, reiterativo, redundante y, por si no fuera poco, francamente molesto— que se trataba de un sitio refinado, un poco caro, sí, pero con un público exigente. Señaló, cosa que por demás es cierta, que cada vez se exportan más mezcales, que la bebida se está popularizando inclusive en el extranjero y que, con la creciente demanda, aumentan las expectativas de los clientes. El muchacho que atendía la barra, un joven local a simple vista, comprendía perfectamente la situación; declaró que el pelirrojo y el barbudo habían caído, para su fortuna, en las manos indicadas. Afirmó que precisamente la popularidad de la que el mezcal y muchas otras bebidas nacionales comienzan a gozar —cosa que por demás es cierta— provoca que haya, incluso en Oaxaca, un sin número de charlatanes, ávido de estafar a cuanto lego le salga al paso y dispuesto a dar gato por liebre, tequila por mezcal, nopal por maguey y setas por hongos alucinógenos. No obstante, la familia del muchacho se había dedicado ancestralmente a la producción de la bebida en cuestión y, aunque el lugar no fuese suyo, haría propia la satisfacción de cerrar una venta que beneficiaría, qué duda cabe, al local, al dueño del local, al mezcal, a la industria mezcalera, a la gente que en ella trabaja, al restaurante del pelirrojo, a su público, al pelirrojo, al barbudo y a él mismo, quien, cuando la situación lo permita, hará lo propio: abrirá su mezcalería. (Salud por eso.)

     Si la siguiente hora, aun estando en proceso de dos mezcales, pude alternar sin ninguna dificultad mi atención entre Devin y la compra, fue tan solo porque tanto el acuerdo comercial como la vida del gringo resultaron igualmente simples, ilustrativos y predecibles: Devin trabajaba en Google, pero, pese a tener sólo treinta y cinco años, le es difícil seguirle el paso a la tecnología y resultar competitivo cuando año con año salen huestes de computines de las mejores universidades; el amor de su novia se esfumó con el empleo y, ante un panorama tan desolador, lo mejor era huir a México, pese a la situación de violencia que atraviesa el país, en búsqueda de repuestas espirituales y, por qué no, otro trabajo y otra muchacha. (Salud por eso.) El barbón, efectivamente, sabía mucho más de mezcales y tenía ligeramente más aguante que el pelirrojo, quien se fue poniendo progresivamente ebrio e impertinente. El muchacho de la barra explicaba cada mezcal con la misma desenvoltura, seguridad y pasión que tenía Georgina, la guía del jardín etnobotánico que había visitado por la mañana, al hablar de cactáceas, sistemas de irrigación y domesticación agrícola. Cada uno, a su modo, tiene que lidiar con problemas similares: alguna bióloga alemana que se las da de listilla o algún chilango de olfato acusado que ve sabores ahumados con tranchete. Finalmente, Devin concluyó su relato narrando que, en diciembre, en un lance de valentía y ecuánime arrebato, compró su boleto: pasó el último mes del 2017 en la Ciudad de México y llevaba, hasta anoche, ocho días en Oaxaca. No sé si por el visible estado de ebriedad de sus dos compradores, por la ignorancia olímpica de ambos, aunque menos del barbón, en cuanto a mezcales se refiere, o porque, como afirmó, esos eran los únicos mezcales de alta categoría, su mejor línea de productos, pero finalmente el muchacho que atendía la barra dio por concluida la cata y su labor de venta; amable, mas firmemente —así son los oaxaqueños, así fue don Benito Juárez con Maximiliano—, insistió en que los catadores se resolvieran, para saber si abriría una botella de celebración o les tendría que dar la cuenta (órdenes del dueño, señores, lo siento mucho).

     La transacción, cómo no, fue todo un éxito: llegaron a un acuerdo. Mi segundo caballito fue de celebración: el pelirrojo —que con el mezcal se volvió carirrojo— nos compartió de su alegría a mí, a Devin, al barbón y al oaxaqueño que atendía la barra. Para no tener que hacer más visitas inútiles (que el mezcal se derrocha pero el tiempo, no), el carirrojo, que, aunque malacopa, era un hombre de negocios y no se olvidaba de ningún detalle, le tomó algunas fotos al oaxaco, cuyo rostro, evidentemente endémico, sería un beneficio añadido, un gesto publicitario en la carta del restaurante de lujo, pues, de ese modo, los clientes, exigentes como son, corroborarían que se trata de auténtico mezcal oaxaqueño —ahora que la autenticidad vale tanto, cosa que por demás es cierta— y que, con su compra, ayudarían a la economía local. No recuerdo si fue el carirrojo o el barbón quien le pidió al muchacho de la barra un último favor: hacer una breve descripción de cada mezcal, de su historia y, por qué no, que aderezara todo con frases poéticas y espirituales, con el tipo de palabras a las que el mezcal induce. Supongo que, con ello, se complacerán las exigencias literarias de los comensales, entre los cuales estará, presumiblemente y si todo marcha viento en popa, alguno de los muchachos que desplazó en Google a nuestro hermano Devin, pobre diablo.

     Me molesta que, desde la perspectiva adecuada, tengan razón. La industria mezcalera va cuesta arriba y los productores locales se benefician de las exportaciones. Los estadounidenses, canadienses y europeos, cuya discriminación se manifiesta también gastronómica y etílicamente, con suficiente información, sabrán apreciar las bebidas mexicanas, no solo por su valor exótico, sino por su sabor y la función social que desempeñan en nuestro territorio. En caso de que el tren de la cultura y la globalización prosiga su marcha, habrá incluso algunos extranjeros que, con olfatos y paladares más refinados que el mío (yo no distingo ni madres de ni vergas), puedan reconocer la especificidad de los tequilas según el agave; sabrán por el gusto el origen taxonómico de su mezcal e incluso —y aquí estoy citando textualmente al joven que atendía la barra— llegarán a apreciarlo tanto como el vino, el whiskey y el caviar.

     Me queda claro que la gastronomía es un rasgo cultural muy importante para los pueblos y que en esta sociedad contemporánea es natural que haya intercambios de esta y de muchas otras índoles: apenas el año pasado se estrenó Coco, hay bolsas de Frida Kahlo en todo el mundo y Despacito rompió todos los récords —records— habidos y por haber en la industria musical. Si soy capaz de reconocer lo anterior y concediendo que, con las políticas adecuadas, pueden hacerse justas las transacciones comerciales entre los oaxaqueños, yaquis, purépechas, chiapanecos y cuantos desprotegidos hay en nuestra tierra, entonces, ¿por qué reacciono de esta forma?, ¿a cuenta de qué el implacable sarcasmo repateándome el hígado al escribir esta humilde crónica? Tal vez sea porque tenía en más estima el oficio de Al Capone. Tal vez sea porque antes, a mediados de siglo, un muchacho como yo, nomás de puro encabronado se habría dado en la madre con el barbón —por ser más guapo—, con el pelirrojo —por su preferencia sexual que, a cada mezcal se hacía notoria y más notoria—, con el muchacho que atendía la barra —por oaxaqueño e indio— y con Devin —que para algo son los amigos, ¡carajo!—. No es, aunque eso parezca, que privilegie la intolerancia y la violencia. Tampoco soy un férreo nacionalista, no odio a los extranjeros ni a los barbones; obviamente, no detesto a los indígenas ni a los pelirrojos. ¿Qué es, entonces, lo que me disgusta?

Supongo que me molesta ver en mí un poco de Devin: yo también vine a Oaxaca en un viaje espiritual, pues quiero reflexionar, escribir y, como él, “find my true self & experience life”, una joda. No soporto ser como el oaxaco: un muchacho inteligente, con intereses y proyectos propios, pero completamente gentrificado; el pobre tiene que soportar al turismo y se ha comprado una mitología del mezcal que, en pleno siglo XXI, tanto para él como para el pelirrojo como para mí, es ficticia. Reconozco que, efectivamente, su familia se puede haber dedicado al noble arte de confeccionar mezcales desde tiempos inmemoriales, que la forma de destilación, el tipo de maguey, los aparatos que se utilizan en la elaboración y la región de donde provenga la planta generarán cambios reconocibles en la bebida, cambios que un paladar atento reconocerá, provenga de donde provenga. Lo que me entristece (y no sé si con razón) es que todo ello se convierta en un sello de autenticidad para que turistas superficiales como Devin y yo sintamos que la experiencia Oaxaca vale la pena. Tendrían que haber visto al pelirrojo hablar y manotear, intentándose ligar al oaxaqueño, pidiéndole fotos y proverbios. Tendrían que haber visto la impostura del muchacho de la barra; no era exclusivamente la manera que tenía al pontificar sobre los mezcales, sino que, a ello, se sumaban su pretensión, sus ganas de moverse con la desenvoltura y la naturalidad con la que los que frecuentan el local hablan de música indie, gastronomía de autor, arte conceptual, bitcoins y ya no recuerdo qué otras cosas de las que alcancé a pescar de las conversaciones circundantes.

     Posiblemente sea yo quien es demasiado sensible, pero intuyo que hay un vínculo profundo entre el mezcal y el desasosiego. Hay algo que une a Devin conmigo, que me une a mí con el muchacho de la barra y presumo que lo anterior guarda relación con las decenas de parejas europeas que he visto, algo tristes y amargadas, abarrotar los cafés, las plazuelas, los zaguanes y los sitios arqueológicos de Oaxaca, buscando encontrar de nueva cuenta la chispa, con el deseo de conocer nuevos mundos y, acaso, ser más felices. También me pesa haber escuchado al grupo de españoles, una mañana que leía en la azotea del hostal, cuando comentaron que el principal motivo de su visita era consumir hongos alucinógenos: las dos majas decían que los hongos son una verdadera revelación, que las alucinaciones te cambian la vida, mientras que los dos tíos ponían cara de interesantes: «qué guay», exclamaban, «nos estamos dos días aquí y luego nos largamos a Puerto Escondido».

     Estos fenómenos y muchos otros similares son característicos del siglo XXI. Al final, como era de esperarse, no pasó nada: Devin y yo nos acabamos el mezcal, dimos una vuelta medio ebrios por el Zócalo, compramos de cenar unos tamales y caminamos de vuelta al hostal. Supongo que dentro de una semana llegará a Monterrey, Bogotá o la Ciudad de México el primer cargamento de la mezcalería. Por este tipo de cosas, por sutiles o intrascendentes que parezcan, detesto al neoliberalismo y al capitalismo, si es que algo tienen que ver con el fenómeno. Afortunadamente, el estado de Oaxaca, por su gente combativa, sus pueblos originarios, su orografía, sus plantas, sus sabores y su terquedad, es todavía un bastión de resistencia. Todavía se encuentran buenos mezcales y su capital sólo tiene de puta la belleza impúdica y una despaciosa invasión gentrificadora que, qué duda cabe, es señal inequívoca del progreso. (Salud por eso.)

Eugenio Sejó